Edevane

Capítulo Final. La promesa eterna

El tiempo ya no era una línea.
Era un círculo que respiraba.
Podía sentir el pulso del mundo latiendo bajo mis pies, como si cada paso mío fuera una nota en una sinfonía que recién comenzaba.

Edevane renació.
Las sombras desaparecieron, y los días se volvían más largos, llenos de un brillo extraño, casi irreal.
Las flores negras crecían por todas partes: en las ventanas, en las tumbas, en el río.
Y aunque nadie recordaba por qué existían, todos las cuidaban con devoción, como si una voz antigua susurrara en sus sueños:

“No olvides lo que floreció en la oscuridad.”

Yo recordaba.
Cada fragmento.
Cada lágrima.
Cada palabra que Azrael y yo compartimos bajo cielos que ardían.

Él vivía conmigo en la vieja casa, aunque ya no era del todo el mismo.
Su fuego dormía dentro de sus ojos, y en las noches sin luna, a veces lo veía brillar, suave, como una llama que teme despertar.

Una tarde lo encontré junto al río, mirando su reflejo.
El viento agitaba su cabello, y por un instante creí verlo desaparecer en el agua.
Me acerqué despacio.

—Aún lo sientes, ¿verdad? —le dije.
—Sí —respondió—.
—El fuego.
—Y a ti.

Nos miramos en silencio.
Sabíamos que algo nos esperaba.
Un equilibrio no se mantiene sin costo.

—Elara —dijo con voz baja—, la grieta está cerrada, pero el límite entre los mundos aún tiembla.
—¿Qué significa eso?
—Que uno de nosotros deberá quedarse de este lado.
—¿Y el otro?
—Del otro lado del amanecer.

Sentí que el aire se me escapaba del pecho.
El universo siempre exigía algo.
Nada permanecía sin sacrificio.

—No —susurré—. No después de todo lo que hicimos.

Él me tomó las manos.
Su toque aún tenía el calor del infierno y la ternura del cielo.

—No podemos detenerlo. Si ambos permanecemos aquí, el ciclo se romperá de nuevo.
—Entonces… iremos juntos.

Él sonrió, triste.
—No es un camino que se camine de a dos.

Esa noche, el cielo volvió a teñirse de dorado y negro.
Las flores comenzaron a girar hacia el este, como si esperaran el último amanecer.
Sentí la energía moverse bajo la tierra, una corriente que me llamaba.
Era el final que había visto en sueños.
El destino que no podía evitar.

Azrael y yo salimos al bosque.
El mismo bosque donde comenzó nuestra historia.
La grieta ya no estaba, pero la tierra brillaba con un resplandor tenue, como si el recuerdo del portal siguiera respirando.

Nos detuvimos en el claro.
El silencio era tan profundo que escuchaba los latidos de su corazón y el mío, entrelazados.

—Elara… —dijo, acercándose—, si pudiera elegir, me quedaría contigo hasta el fin de todos los soles.
—Entonces quédate —respondí—.
—No puedo. Pero puedo prometerte algo.

Me tomó el rostro entre las manos, y sus ojos ardieron con fuego blanco.

—Prometo que cuando la oscuridad vuelva —susurró—, yo también volveré.
—¿Y si no hay oscuridad?
—Entonces regresaré en tu luz.

Las lágrimas me quemaron la piel.
Quise hablar, pero sus labios me silenciaron.
Fue un beso sin tiempo, sin cuerpo, solo alma.
Y mientras nos besábamos, el amanecer comenzó a abrirse.

El cielo se partió una vez más.
Una línea dorada descendió del firmamento, tocando su pecho.
El fuego volvió a envolverlo, pero esta vez sin dolor.
Era pura belleza.

—Azrael…
—Shh. No llores. Tú eres el equilibrio.
—Y tú eres mi caos.
—Y juntos somos todo.

Su silueta comenzó a disolverse en la luz.
Intenté aferrarme a él, pero mi cuerpo no obedecía.
Solo sentía calor.
Luz.
Y un amor que no cabía en el mundo.

“Nos veremos en el último amanecer,” susurró su voz.

Y desapareció.

El bosque quedó en silencio.
El aire olía a fuego nuevo.
Me arrodillé entre las flores negras que ahora se abrían, mostrando en su centro un brillo dorado.
Cada una tenía una chispa.
Una parte de él.

El cielo, por fin, estaba en paz.
El abismo dormía.
Y yo… respiré.

No supe cuánto tiempo pasó.
Días, años, vidas, tal vez.
Edevane prosperó.
Los campos florecieron, y el pueblo se volvió un lugar de peregrinación.
Venían de todas partes a ver las flores negras que nunca morían.
Decían que al tocarlas, escuchaban un suspiro.
Un nombre.

Elara.

Una noche, siglos después —o quizá solo un instante—, el viento trajo consigo una voz.
Su voz.

“Te lo prometí.”

Y lo vi.
Allí, entre las sombras del bosque, con la misma sonrisa, los mismos ojos.
No era un demonio.
Ni un hombre.
Era ambos.
Era él.

El fuego volvió a encenderse en su piel.
Yo caminé hacia él, y sin dudarlo, crucé la distancia.
Las flores se inclinaron a nuestro paso.
El cielo tembló.
El tiempo se detuvo.

Y cuando nuestras manos se tocaron, el mundo volvió a comenzar.

El amor, entendí entonces, no pertenece a los vivos ni a los muertos.
Ni a la luz ni a la sombra.
Es la chispa que ambos mundos necesitan para seguir existiendo.

Y en ese instante, supe que no habría último amanecer.
Porque mientras él me recordara, el sol nunca dejaría de salir.



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En el texto hay: amor, demonio, hallowen

Editado: 23.10.2025

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