Ficen que, cuando llega la última noche de octubre, el aire en Edevane cambia.
Que la niebla baja más espesa, el río canta con una voz grave y las flores negras abren sus pétalos de par en par, como si esperaran a alguien.
Nadie sabe con certeza por qué ocurre.
Pero todos, incluso los que no creen en leyendas, cierran las ventanas antes de medianoche y encienden una vela en el alféizar.
No por miedo.
Por respeto.
Yo sigo aquí.
No como carne ni sombra.
Sino como un eco que respira entre los árboles.
Las raíces de las flores negras se entrelazan con mis pasos invisibles, y sus pétalos me susurran los nombres de los que aún creen en nosotros.
A veces, cuando el viento sopla del este, escucho su voz.
La de Azrael.
No como antes, no con fuego, sino con calma.
Su alma es el amanecer que nunca muere.
Y aunque los siglos hayan pasado, su promesa sigue intacta.
“Te encontraré, incluso en la nada.”
Y siempre lo hace.
El pueblo cambió con el tiempo.
Las casas se hicieron de piedra blanca, las calles se llenaron de faroles, y en el centro se alza ahora una estatua:
una mujer con un vestido de sombras y una flor en la mano.
Nadie recuerda su nombre, pero los niños dicen que, si le hablas en voz baja, te concede un sueño.
Uno solo.
El que más anheles.
Algunos piden amor.
Otros piden olvido.
Yo solo pido que sigan recordando.
Porque mientras haya una voz que pronuncie mi historia, seguiré existiendo entre el humo y el rocío.
Cada año, en la víspera de Todos los Santos, el cielo de Edevane se vuelve dorado y negro.
Por unos segundos, parece que el sol y la luna comparten el mismo espacio.
El aire se vuelve cálido, y los que están despiertos dicen que ven dos figuras cruzar el bosque tomados de la mano.
Un hombre de fuego.
Una mujer de luz.
Caminan juntos hasta el río, y justo antes de que el sol se asome, desaparecen entre los reflejos del agua.
Solo queda el aroma de las flores y una sensación de paz imposible de explicar.
Algunos dicen que es una ilusión.
Otros, que son guardianes.
Pero los ancianos del pueblo sonríen y responden con la misma frase que ha pasado de generación en generación:
“No es ilusión. Es amor.”
A veces me pregunto si alguna vez fuimos reales.
Si de verdad existió un cielo que cayó y un infierno que se alzó para encontrarse en un beso.
Quizá todo fue un sueño del mundo, un suspiro entre dos eternidades.
Pero no importa.
Porque incluso si fuimos sueño, fuimos un sueño que valió la pena recordar.
Y mientras el último pétalo de la flor negra siga brillando, nuestra historia seguirá viva.
En las llamas, en la tierra, en cada corazón que aún crea que el amor puede vencer incluso a los dioses.
Esta noche, las campanas suenan lentas.
El aire se tiñe de miel y ceniza.
Edevane duerme.
Pero yo camino.
Camino hacia el bosque, donde el río sigue reflejando los dos mundos.
Camino hacia la promesa que nunca se rompió.
Y allí, entre el susurro de las hojas, lo encuentro.
No como fuego, no como sombra, sino como aquello que siempre fue:
mi alma gemela.
Nos miramos, y el tiempo deja de existir.
Él sonríe.
Yo también.
Y sin palabras, nos fundimos en un solo resplandor que el amanecer recoge con ternura.
No hay dolor, ni fin.
Solo paz.
Solo amor.
El ciclo se cierra.
La flor florece una vez más.
Y el mundo respira.
“Nos veremos en el próximo amanecer,” dice su voz.
“Siempre,” respondo.
Y el sol, dorado y nuevo, nace sobre Edevane.
Como si nos recordara.