Habían pasado treinta minutos después de las seis la mañana del sábado, el décimo cuarto día del quinto mes en el año 1870. Edward yacía en cama despierto mientras contemplaba el techo de su casa y reposaba relajado gracias al efecto de su medicamento. Hacía un rato que se había despertado, pero no sentía demasiados ánimos de levantarse. No era su culpa, sino más bien de ese pequeño intruso, que poco a poco provocaba más dolor a su cabeza, lo que le había impedido gozar de una buena noche de descanso.
En ese momento meditaba también el joven Everwood. Muchas cosas eran las que mantenían ocupada su mente: los sucesos de esa semana, la planificación de un gran proyecto escolar que desde hacía meses se les había asignado y que debía culminar para antes de los últimos días del décimo primer mes de ese año y, sobre todo, la señorita Rachel Raudebaugh. No sería justo el adjudicar la culpa de la falta de sueño de nuestro joven héroe sólo a su enfermedad, pues la joven Raudebaugh también tenía cierto grado de culpa en robarle horas de sueño.
Mientras reposaba en su lecho, Edward disfrutaba de la calidez de sus cobertores que le cubrían del frío estacional. Es notable recalcar que Kaptstadt ostentaba el clima más fresco de todo el país, el cual se caracterizaba por sus inviernos gélidos y veranos refrescantes. Otro rasgo inusual de esta gran metrópoli era su reconocimiento a nivel nacional por las potentes y repentinas ráfagas de viento que fluían a través esa ciudad gracias al fenómeno de los «vientos del norte». No era extraño ver cómo esas potentes ventiscas se llevaban el sombrero de algún paseante desprevenido o arrebataban las sombrillas de algunas damas.
También gozaba de los tenues rayos de luz que por su ventana llegaban a colarse, los cuales podían considerarse como una rareza del clima de Kaptstadt debido a que esta urbe ostentaba el récord de ser la ciudad más oscura de todas, con tan sólo 1440 horas de luz durante todo el año.
El suave y delicioso aroma del desayuno animó al joven Everwood a levantarse de su sitio de reposo pues comenzó a sentir un poco de hambre, algo por completo inusual para él debido a que no se caracterizaba por tener mucho apetito. Se dio un baño de agua caliente, se vistió con un traje de color azul marino oscuro, tan oscuro que era difícil de diferenciar del negro a menos que uno tuviera un ojo muy adiestrado, una camisa blanca, un chaleco gris, una corbata también oscura y zapatos negros, y acto seguido descendió para desayunar.
Compartieron los Everwood esa ocasión con regocijo, en especial en el momento en que el señor Everwood le enseñó a su hijo una fotografía que había aparecido en el periódico de ese día en la que podía verse cómo Edward y Tobias portaban orgullosos el reconocimiento que habían recibido la tarde anterior; después puso su mano sobre el hombro de Edward y lo felicitó sobremanera al igual que hicieron el resto de sus familiares.
Concluida la hora del desayuno, seguida de una larga y animadora conversación, Edward estaba por dirigirse arriba a su dormitorio, como tenía por costumbre los fines de semana –y cualquier otro día en general–, cuando de pronto alguien llamó a la puerta; llamado al que fue a atender Robert.
—¿Quién podrá ser a esta hora de la mañana? —preguntó extrañado el señor Everwood.
—Joven Edward Everwood, un profesor Kallagher solicita su presencia en la puerta —anunció Robert en respuesta a la duda del señor Everwood.
—¿El profesor Kallagher? ¿Qué es lo que hace él aquí a estas horas? —se preguntó Edward mientras se dirigía a la entrada de su casa.
En efecto, allí se encontraba el buen profesor, ataviado con el clásico atuendo que le caracterizaba mientras reposaba su cuerpo sobre su largo bastón negro.
—Buen día tenga usted, joven Everwood. —El profesor se quitó el sombrero para saludarle.
—Buen día tenga usted también, profesor Kallagher —respondió Edward—. ¿A qué se debe la razón de su visita?
—Vine hasta aquí para pedirte que me acompañes a casa. Hay un proyecto del que me gustaría hablar contigo, pero quisiera que lo hiciéramos en privado.
—De acuerdo. Permítame primero solicitar permiso a mi padre.
—Adelante.
Edward fue donde se padre para pedir autorización de acompañar al profesor, misma que no se le fue negada pero no sin que antes el señor Everwood tuviera la oportunidad de saludar al profesor Kallagher y solicitarle que ponía en sus manos el bienestar de su hijo, a lo que él accedió con amabilidad.