Estrépitos. Voces. Gritos. Personas golpeando contra mi cuerpo. Eso era lo único que podía sentir. Mientras miro lo que pasaba a mi alrededor y el polvo del suelo nublaba el lugar mientras disparaban hacia lugares nulos. Con la vista borrosa y un zumbido agudo en los oídos, apenas distinguía lo que ocurría a mi alrededor. De pronto, una mano me agarró fuerte del antebrazo y me levantó del suelo.
—Levántate —ordena una voz apagada, ahogada entre el ruido.
No sabía a dónde iba, pero algo en mí entendía que tenía que moverme. Caminar... o correr. Recuperé parcialmente la vista segundos después. La adrenalina me recorría el cuerpo como una descarga eléctrica. Comencé a correr. No sabía con quién, ni hacia dónde, pero corría.
Frente a mí podia distinguir a más personas que huían. La niebla del polvo ya cubría todo. A nuestras espaldas, el sonido de disparos retumbaba como tambores de guerra aun asi me atreví a mirar atrás: soldados vestidos completamente de negro, con mascaras y cubrebocas y detras de ellos un enorme muro colo gris con letras en grande, PROHIBIDO EL PASO...
Los soldados disparaban... pero no a nosotros disparaban al vacío, a los edificios, a los techos, a algo que no alcanzaba a ver. Pero una tirón del brazo me devolvió al presente. Me halaron hacia un callejón.
—Aquí estaremos a salvo unas horas —una mujer frente a mí peliroja de ojos y gris, de algunos años mayor que yo, con un trapo de cubreboca, jadeando. Había más personas con ella, algunos parecían de mi edad, entre diecinueve y veinte pero todos trataban de recuperar el aliento... yo aún no entendía nada.
Una camioneta gris, sucia por el polvo, se detuvo frente al callejón. Las puertas traseras se abrieron, revelando a dos hombres enmascarados dentro.
—¡Arriba! ¡Muévanse! —ordenó uno. La mujer que me jalaba asintió sin dudar. Yo no sabía dónde estaba mi familia... o mi amiga. Así que me dejé llevar, no tenía otra opción. Subimos uno por uno a la camioneta. Nadie hablaba. Solo el zumbido del motor y nuestros corazones desbocados llenaban el silencio.
—¿Están infectados? —preguntó uno de los hombres a la mujer. Ella negó con la cabeza.
¿Infectados...? ¿De qué demonios están hablando?
No supe cuánto tiempo pasó. El trayecto fue irregular, la carretera llena de baches. A veces se oían golpes en la camioneta. En un momento, se abrieron las puertas traseras.
—¡Abajo! —ordenó una voz.
La mujer ayudó a los que estaban mas 'asustados' o mas 'débiles' a bajar. Cuando me tendió la mano, lo hizo con una sonrisa... como si me conociera de antes. Un escalofrio me recorrio la espalda baja tanto que me estremecí uno de los nos alinearon afuera, en fila. La mayoría parecían asustados.
Yo... yo solo tenía una pregunta en la cabeza:
¿Qué carajo significaba eso de "infectados"?
Una mujer rubia con el cabello recogido en una coleta alta, tal vez de la misma edad se nos acercó, evaluándonos uno por uno con la mirada afilada de alguien que no buscaba personas, sino funcionalidad.
—Dulce... trajiste más —dijo la mujer rubia, inspeccionándonos.
—Estos se ven mejores —respondió Dulce, y se detuvo a mirarme. Por unos segundos. Después, siguió su recorrido.
No sé qué fue esa mirada. Pero no fue normal. Y nada de esto lo es.
—Caminen por aquí —ordenó la rubia, mirando a Dulce, ella asintió sin dudar. Parece ser la jefa... dato anotado.
El grupo avanzó por un pasillo largo y en descenso. Yo era la numero cinco la fila. El lugar parecía como si estuviera bajo los restos de un centro comercial.
En los rincones, había gente haciendo de todo: algunos cocinaban, otros reparaban cosas... pero lo que me llamó la atención fue otra cosa. Armas de fuego, blancas, improvisadas... y en manos de civiles.
—Por aquí —indicó la rubia nuevamente.
Las primeras cuatro personas pasaron como lo había calculado. Cuando iba a entrar, sentí su mano sujetarme del antebrazo. Me detuvo.
—Tú no.
Las demás personas que venían detrás sí entraron entonces ella me soltó, mirándome fijo.
—Tú vienes conmigo.
Sin decir más, comenzó a subir unas viejas escaleras eléctricas. La seguí.
Mientras avanzábamos, varias personas la saludaban con respeto. Pero me miraban... como si supieran algo de mí que yo no sabía. Niños riendo, hombres creando armas, entrenando como si intentarán distraerse de lo que pasó o de lo que realmente saben. Las escaleras suenan con cada paso que doy como si cargara con cadenas.
Un zumbido se posa en mi oído derecho, froto mi mano derecha mientras subimos hasta una puerta de metal. Ella la abrió y, sin hablar, me hizo una seña para que entrara.
Adentro, había una mujer de unos cuarenta años sentada frente a un escritorio, observándome con atención. Apenas de cómo se ven las cosas afuera esto tiene mejor apariencia. La señora no dijo nada, solo le hizo una señal a la rubia para que se acercara.
Fue ahí cuando reaccioné. No sé cómo lo hice tan rápido, pero mi cuerpo actuó por instinto. Saqué el arma del muslo derecho de la rubia, quité el seguro y le apunté.
—Atrás —ordené con calma, firme.Ella levantó las manos, retrocediendo sin resistencia.
La mujer del escritorio permaneció inmóvil, sin miedo en los ojos.
—¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando aquí?
La puerta volvió a abrirse. Di un paso hacia atrás y apunté a quien entraba.
—Cierra la puerta. Párate junto a ella, manos arriba.
Obedeció en silencio. Cerró la puerta, alzó las manos y se alineó junto a la rubia.
—Bien. Ahora quiero respuestas.
—Te dije que era diferente —dijo Dulce con una sonrisa.
—¿Diferente en qué? ¿Qué significa eso?
—¿Sabes quién eres? —preguntó la mujer del escritorio, con calma.
Un zumbido volvió a mi oído. El mismo de antes. Pero me obligué a mantener el arma firme.
—Déjame presentarte —Dulce vuelve a sonreír, señalando con la cabeza el escritorio—. Acércate. Míralo.