—Madeline y Marcus, vayan al área de medicina, busquen los medicamentos necesarios y nos vamos —nos señala, trazando un círculo en el aire—. Los demás, comida y celulares.
Asentimos y nos dividimos. Recargo las municiones; el chasquido metálico retumba demasiado fuerte en el silencio del lugar. Levanto la mirada y veo a Marcus hacer lo mismo.
—¿Listo? —pregunto en voz baja.
Él asiente con firmeza, dibujando una sonrisa breve, casi nerviosa.
—Vamos —se posiciona con el arma al frente, lo sigo, con el fusil en mano— ¿Cómo te sientes?
Los pasillos huelen a humedad, a polvo y a algo más... a hierro viejo, como sangre seca. El eco de nuestros pasos resuena entre las paredes descascaradas.
Llegamos al área de farmacia, justo junto a la salida de emergencia. Marcus empuja la puerta, entra primero; yo lo sigo con el fusil en alto. Con un gesto me indica: yo a la derecha, él a la izquierda.
Avanzo lento, cuidando cada esquina, cada sombra. Entonces, un golpe seco sacude uno de los estantes metálicos. Me congelo.
El sonido viene acompañado de un gruñido bajo, gutural, inhumano, el aire se me corta ajusto con fuerza el fusil y avanzo un poco más, el corazón latiéndome en los oídos. Debe ser nivel 1... si corremos con suerte, se dará la vuelta.
Pero antes de que pueda moverme, Marcus golpea a propósito otro estante. El ruido retumba como un trueno en el pasillo, el infectado gruñe más fuerte, un sonido que eriza la piel, pero gira hacia él. Justo lo que necesitaba.
Aprovecho. Disparo directo a la cabeza. El impacto resuena y el cuerpo se desploma contra el suelo con un golpe seco.
—Marcus, debemos darnos prisa. Ese disparo se habrá escuchado lejos. —dejo el fusil apoyado en un estante, intentando calmar la respiración.
Entonces noto el otro cuerpo tirado a pocos metros, eran dos mas de esas cosas; Marcus ya había acabado con la segunda.
—¿Estás bien? —lo reviso de pies a cabeza, buscando alguna mancha de sangre que no sea de ellos.
Él asiente, evitando mi mirada unos segundos.
—Estoy bien. Hagamos esto rápido.
Nos apresuramos a revisar los estantes. Mis manos sudadas, pero las obligo a moverse. Debi usar los guantes de piel.
—¿Marcus tomo las insulinas? —pregunto, apartando varias cajas.
—Sí, llévalas todas. —responde sin levantar la vista, guardando medicamentos en su mochila.
Un gruñido lejano corta el silencio. No tan cerca, pero tampoco tan lejos como me gustaría. El eco parece venir desde el pasillo. Ambos nos tensamos. Marcus me mira y se lleva un dedo a los labios: silencio.
Me obligo a continuar. Recojo cajas de insulina, pero algo llama mi atención: un paquete distinto, rojo. Frunzo el ceño y lo abro con cuidado. Dentro, pequeños tubitos blancos, agarro uno y lo guardo en el bolsillo, cierro la caja y, para llamar a Marcus, le silbo suavemente.
—Marcus... estas no son insulinas, ¿o sí? —murmuro, mostrándole la caja.
Él gira lentamente. Sus ojos se abren con sorpresa. Deja caer lo que estaba guardando y camina hacia mí. Me arranca la caja de las manos.
—Estas las llevo yo. —balbuceo con voz seca, guardándolas en su mochila.
—¿Qué son esas cosas? —pregunto, arqueando una ceja. No solo por curiosidad, también por la forma en que reaccionó.
—Es un medicamento que Agatha ha estado buscando —responde con desdén, como si no tuviera importancia—. Terminemos aquí.
—Marcus, confío en ti desde que llegué aquí —señalo con la mirada—. ¿Qué es Omega-3 V?
—Información confidencial. Eso es lo que dice Agatha.
Se encoge de hombros, cierra la mochila y se la cuelga en la espalda.
—Vamos, busquemos a los demás y salgamos de aquí.
Hago lo mismo: cierro la mochila, me la engancho y sostengo el fusil mientras reviso las municiones.
—Solo sabemos que es una corporación que hace experimentos... cosas raras.
—¿Experimentos sobre qué? —insisto, cargando el arma.
Marcus se encoge de hombros y me observa. Jala el seguro: click. Ese sonido retumba en mi oído derecho y me deja un zumbido insoportable.
Agito la cabeza.
—Madeline, corre. —escucho la voz de mi madre.
Tropiezo contra una estantería, Marcus me sostiene, pero el pitido sigue.
—Profesor, ya despertó, deben venir, —la voz de mi padre invade mi mente.
—¡Madeline, responde! ¡Vendrán esas cosas! —Marcus me agita cuando me sostiene los hombros.
Un gruñido cercano me arranca del trance. Apunto el fusil y disparo con una velocidad firme.
—¿Estás bien? —pregunta, preocupado.
Asiento. Avanza primero, el arma al frente. Lo sigo y disparo, la bala revienta la frente de un infectado. Marcus abate a tres más con precisión.
—Aquí Marcus. ¿Dónde están? —pregunta por radio mientras avanzamos.
Yo disparo sin dejar de moverme: uno en el hombro, otro en la pierna. Marcus remata.
—Aquí Dulce. La entrada está llena de infectados nivel 2. ¡No vayan hacia allá, repito, no vayan a la entrada!
—Perfect... —Marcus se queda helado, las palabras mueren en su boca. Nos detenemos en seco.
Lo miro. Ese instante parece eterno.
—Maldición... —murmura, revisando el arma. Me mira con lentitud.
—Solo me quedan dos cargadores y la pistola. —respondo
—Yo solo tengo este cargador... y la pistola. —se lame los labios y sonríe, como si la locura lo tocara.
Marcus se queda pensando, como si no estuviéramos a segundos de ser rodeados.
—¿Sabes correr?
Antes de contestar, un infectado de nivel 1 choca contra un carrito. El estruendo atrae a todos los demás. Cruzamos miradas.
—¡Dulce, ¿dónde están?! —grita Marcus.
Y entonces corremos. La adrenalina me quema las venas, los gruñidos detrás de nosotros, los pasos rápidos, la vibración salvaje de sobrevivir. Correr. No morir. No dejarlo morir.
Disparamos a los que se cruzan.
—¡En la salida, rápido, estamos en posición! —la voz de Dulce retumba en el comunicador.