Efecto Cura

Capítulo 16♤

El amanecer terminaba de abrirse sobre la ciudad, tiñendo el cielo de tonos anaranjados que contrastaban con la ruina gris de los edificios. El aire estaba frío, cargado con un polvo fino que se colaba en la garganta cada vez que respiraba. Las calles parecían desiertas, pero en este mundo, lo vacío era tan peligroso como lo abarrotado.

Caminábamos sin descanso desde que escapamos del hospital, con el recuerdo aún fresco de los infectados golpeando las puertas y de los disparos retumbando en los pasillos.

Cada paso me pesaba como si llevara plomo en los pies, pero el recuerdo de Madeline me mantenía en movimiento. No podía dejar de imaginarla: su rostro manchado de sudor y tierra, la forma en que siempre encontraba una salida aun cuando todo parecía perdido. ¿Estaba sola? ¿Herida? ¿O luchando igual que nosotros en algún rincón de esta ciudad maldita? Apretaba la mandíbula cada vez que mi mente se inclinaba hacia lo peor. No podía permitirme pensar que había llegado tarde.

—Estás pensando en ella otra vez, ¿verdad? —Dulce rompió el silencio, ajustando su mochila al hombro.

—No sé de qué hablas —respondí, aunque mi voz traicionó mi mentira.

Ella me dedicó una media sonrisa cansada, de esas que nacen más por costumbre que por alegría.

—Se te nota, Marcus. Cada vez que frunces el ceño y caminas más rápido, sé que en tu cabeza solo hay un nombre: Madeline .

Suspiré. No podía negarlo.

—No es solo que la quiera —ejerzo fuerza en el fusil contra mi pecho—. Es que ella... ella tiene algo que gusta.

Dulce bajó la mirada, y por un instante su dureza se suavizó.

—Lo sé. La he cuidado desde antes de todo esto. Y créeme, Marcus, no dejaré que le pase nada mientras yo respire.

Me detuve y la miré fijamente. No era una promesa ligera.

—Es valiosa para muchos y sabes de lo que hablo.

En sus ojos vi la misma determinación que me consumía a mí. Aunque nuestras razones eran distintas, la mía el amor, la suya la lealtad y el deber, compartíamos el mismo camino.

Seguimos avanzando hasta llegar al complejo supermercado. El letrero apenas colgaba de un hilo de metal oxidado, moviéndose con el viento y produciendo un chirrido agudo que me ponía los nervios de punta. Las puertas de vidrio estaban hechas añicos y el interior, a oscuras, con estantes volcados y basura desparramada.

—Aquí puede haber suministros —propongo en voz baja—. Y quizás alguna pista de ella.

—O más infectados —replicó Dulce, desenfundando su pistola.

Entramos con cautela, pegados a las paredes. El suelo crujía bajo los fragmentos de vidrio y latas oxidadas. Cada paso resonaba demasiado fuerte en el silencio sepulcral, como si invitara a algo a salir de su escondite. El aire era pesado, impregnado de humedad y un olor metálico que se mezclaba con el de la descomposición.

Revisamos tienda tras tienda, nuestros movimientos sincronizados. Encontramos algunas botellas de agua cerradas, un par de barras energéticas y un encendedor que aún funcionaba. No era mucho, pero en este mundo, todo contaba. Metí lo encontrado en la mochila mientras vigilaba cada sombra.

De pronto, un ruido seco retumbó en la parte trasera del edificio. Como si algo pesado hubiera caído. Instintivamente levanté el fusil y Dulce apuntó hacia la misma dirección.

El ruido volvió: un arrastre. Pasos lentos, pero firmes.

—Infectados —susurré.

Dulce asintió. Nos movimos hacia el origen, con los corazones latiendo como tambores. Al doblar el pasillo, los vimos: tres figuras tambaleándose entre los escombros. Eran diferentes. Sus cuerpos deformes mostraban músculos tensos bajo la piel desgarrada, y sus movimientos eran más rápidos, más conscientes. Nivel dos.

El primero levantó la cabeza, y aunque sus ojos estaban vidriosos, se notaba cierta intención en su andar. No eran los típicos que se arrastraban sin rumbo. Estos parecían olfatear, rastrear.

No podíamos enfrentarlos de frente. No con tan pocas balas.

—Sígueme —le hice una seña a Dulce.

Nos agachamos y nos deslizamos detrás de un mostrador derrumbado. Contuvimos la respiración. El sonido de sus pasos se acercaba, acompañado de gruñidos bajos y húmedos.

Uno de ellos se detuvo justo frente a nosotros. El hedor era insoportable, una mezcla de carne podrida y sangre coagulada. Podía escuchar el gruñido en su garganta, como un motor a punto de estallar.

Mi dedo estaba en el gatillo, listo para disparar, cuando Dulce me tomó la muñeca y negó con la cabeza. Su mirada era clara: Si disparas, morimos.

Tenso la mandibula, obligándome a no jalar del gatillo. El infectado olfateó el aire, inclinó la cabeza, y después de unos segundos que parecieron eternos, siguió su camino.

Tardaron una eternidad en alejarse hasta perderse en la oscuridad del pasillo. El silencio volvió, pero yo seguía con el corazón desbocado.

—Eso estuvo demasiado cerca —murmuré.

—No podemos permitirnos arriesgar balas —me respondió, guardando su pistola—. Recuerda nuestra misión, Marcus. Estamos aquí por Madeline , no por pelear con todo lo que se mueva.

Asentí. Tenía razón. Siempre la tenía.

Seguimos explorando y llegamos a lo que parecía ser una oficina administrativa. La puerta estaba entreabierta y adentro todo parecía en mejor estado que el resto del edificio. Archivos esparcidos, una mesa volcada, un par de sillas y un ventilador oxidado colgado del techo.

Lo que más llamó mi atención fue un tablero de corcho en la pared. Entre papeles amarillentos y fotografías rotas, había un mapa de la ciudad. Marcas en tinta roja señalaban varias zonas: hospitales, almacenes... y lo más inquietante, un punto muy cerca de la Zona Cero, con la palabra "TRANSPORTE" escrita encima.

Me acerqué, repasando el mapa con el dedo.

—Mira esto, Dulce. Podría ser un rastro.

Ella se acercó y frunció el ceño.

—¿Crees que Madeline haya pasado por ahí?




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