El olor a humo y a sangre se pega al aire. Me agacho contra la pared y dejo que la linterna me muestre las sombras de los vitrales rotos. En el centro del pasillo hay una docena de cuerpos esparcidos, inmóviles como muñecos; algunos boca abajo, otros con las manos rígidas sobre el pecho. Silencio pesado: la iglesia parece contener la respiración.
Camino entre los bancos con pasos medidos, la mira baja, cada fibra del cuerpo alerta. Un infectado nivel 1 emerge de una puerta lateral: camina despacio hacia el centro, olfateando el aire con esa calma enferma que asusta más que la violencia. Me detengo. No me jodas... ¿te dieron ganas de rezar? la ironía se me atraganta.
A cuatro pasos de él, sobre el pavimento, hay un patito de goma amarillento. Su color intacto en medio de tanta desolación me atraviesa como un golpe frío. ¿Quién lo dejó? ¿Un niño? ¿Una trampa?
Irme por dónde entre era la opción pero cuando volteo de regresa el infectado que estaba en el suelo levanta la cabeza soltando un gruñido que hace mover a otros encima de sus pies. Esto es la mejor suerte que he tenido.
Lo admito cada letra venís con sarcasmo.
Giro para salir por la puerta de salida, volviendo ese mí único plan de escape. Miro al infectado y sus pasos hacia el pato en el suelo.
El infectado se detiene, ladea la cabeza en mi dirección. Mi mano busca el cuchillo; la otra se tensa hacia el patito, calculando. Un movimiento puede salvarme; otro puede condenar a alguien. Cuando me decido a atacarlo de una forma sencilla, un gruñido agudo corta el silencio. Nivel 3. Maldita sea.
El nivel 1 continúa con su caminata hacia el patito, lo olfatea y, justo cuando creo que va a quedarse, gira la cabeza y se desvía hacia la izquierda, arrastrando los pies. Aprovecho ese instante me deslizo entre los bancos hacia la puerta de salida, pegada a la sombra, respiración contenida, cada músculo listo.
Casi toco la manija cuando un golpe seco me hace retroceder pero mi cuerpo se alerta cuando el ardor de una astilla de unos de los bancos me roza cerca del torso: algo grande se abalanza desde la penumbra lateral. Un nivel 2 viene directo a por mí, pero va atado; una cuerda gruesa sale de su pecho torcido y asciende hacia las vigas del techo.
La soga lo limita; sus zarpadas balancean la tela como si fuera una bestia encadenada. Alumbro hacia arriba con la linterna y veo la cuerda enrollada en un mecanismo: una campana antigua colgando sobre el altar. El infectado tira con todo el peso de su embestida haciendo que la campana se balancea y, cuando su badajo golpea el metal, un sonido hueco y carcomido rebota por la nave.
El golpe corta la iglesia en dos. El eco se multiplica entre vitrales y columnas; fuera, el sonido actúa como imán. Por la puerta principal las sombras se amontonan, atraídas por el metal que llama como sirena. Me quedo clavada, la mano en la manija, la linterna temblando en la otra. La iglesia deja de ser un escondite para convertirse en un faro peligroso.
Disparo con la pistola pegada a la sien, sin pensar en ruido ni en precisión, solo en abrirme paso. Cada proyectil tumba a uno, pero son demasiados: salen por la puerta principal como si la campana los llamara. Uno tras otro rompen la línea, garras rasgando madera y tejidos colgantes.
La puerta está a dos pasos. La suela de mi bota se engancha en una astilla; me giro y veo a otro nivel 2 despejando el camino con un zarpazo. Le doy un disparo al cráneo. Cuando me lanzo hacia la manija siento un tirón brutal en el brazo: una mano me agarra con fuerza. Giro y solo alcanzo a ver una figura que me arrastra hacia atrás, empujándome con una energía que no es humana.
El chirrido de la campana aún resonaba cuando un golpe seco contra la puerta principal me heló la sangre. Algo más pesado más grande que cualquier nivel 1 o 2, estaba intentando entrar. Retrocedo, el fusil en la mano, respiración corta.
La madera cede con un crujido. Y entonces lo veo.
Se arrastra dentro con una geometría que no debería existir: demasiado alto, desproporcionado, como si alguien hubiera estirado a un humano hasta quebrarlo. La piel le brilla húmeda, tensa sobre músculos que forman relieves incómodos; cicatrices recientes le cruzan la espalda. La cabeza no tiene rasgos humanos, más bien una masa ósea alargada que gira en ángulos antinaturales. Su boca se abre en una mueca húmeda, mostrando filas de dientes irregulares, puntiagudos, como cuchillas oxidadas.
Gruñe bajo, un motor agonizante que vibra en mi pecho, cada paso suyo suena como un martillazo. Sus extremidades, demasiado largas, terminan en garras afiladas que arañan la madera dejando surcos profundos. Se inclina y olfatea; avanza entre los bancos con una calma terrible, apartando cadáveres como si fueran trapos viejos.
Me escondo detrás de un banco, conteniendo el aire, pero la bestia se detiene y ladea la cabeza hacia mi rincón. El silencio pesa hasta lo insoportable. Luego, un paso. Otro. El sonido húmedo de sus pies acercándose.
Apunto con la pistola, el dedo temblando en el gatillo, consciente de que quizá una bala no lo detenga. La criatura alza la cabeza y, con un bramido que hace vibrar los vitrales, se abre paso hacia la puerta, arrancándola casi de cuajo.
No lo pienso dos veces. Corro hacia la salida trasera. Apenas cruzo el umbral, los gruñidos de una horda estallan detrás de mí. Levanto el fusil y disparo a todo lo que aparece; cada estallido es un trueno que me abre un estrecho camino, pero son demasiados.
Cuando casi me alcanzan, una mano me agarra del brazo con fuerza y me arrastra fuera de la iglesia y dentro de una camioneta en marcha. Caigo entre cajas y armas improvisadas. Al levantar la vista, mi corazón se detiene.
Caigo entre cajas y armas improvisadas. Al levantar la vista, mi corazón se detiene por unos segundos. Me giro, lista para pelear, y allí está: Amelia. Sus ojos arden con urgencia y decisión. Un torbellino de emociones me atraviesa: alivio, sospecha, gratitud.