—¿Qué es lo que saben? —me cruzo de brazos, fijando la mirada en el archivero.
—Solo lo básico —Verónica resopla y abre el archivo sobre el escritorio—. Un supuesto centro de investigaciones... que desarrollaba algún tipo de "cura".
Hace comillas con los dedos al pronunciar la palabra, y eso me crispa.
—¿Por qué lo dices así? —ladeo la cabeza, buscando la mirada de Amelia.
—¿Es que no recuerdas lo que pasó antes de todo esto? —Amelia arquea una ceja, como si su pregunta fuera obvia.
Niego despacio.
—Tuve un accidente... una explosión cerca de mí. —Hago un ademán con la mano para que continúe.
Amelia suspira.
—Le hicieron creer al mundo que ese lugar sería un centro de investigaciones, estudiando animales para encontrar la cura de tres enfermedades.
Verónica pasa a la siguiente hoja del archivo.
—El cáncer, el Alzheimer... y la EPOC.
Alzo una ceja, analizando cada palabra. El fusil reposa ahora sobre mi hombro mientras fijo los ojos en Verónica.
—¿Recuerdan quiénes fundaron ese centro? ¿O dónde está ubicado realmente?
—Solo sabemos de un tal doctor Draven y de una mujer. Ambos eran profesores universitarios —Verónica busca entre las hojas, frunce el ceño y niega con la cabeza—. A la idea se sumaron otros académicos de distintos países. Pero no hay demasiados registros.
—¿Y la ubicación?
—Nada concreto. Antes se decía que estaba en pleno centro de la ciudad... y ya sabes lo que eso significa: una zona donde ningún humano sobrevive demasiado.
—¿En el centro de la ciudad? —saco un mapa de la mochila y lo extiendo sobre el escritorio—. ¿Aquí?
Señalo el punto marcado con una letra D en negro. Verónica clava la mirada en el mapa, luego a Amelia, y vuelve al papel con una tensión visible.
—¿De dónde sacaste ese mapa?
—Lo encontré en una tienda... y con ayuda de una radio descifré las zonas— miento sin pestañear—. Ahora dime, ¿es ahí exactamente?
El silencio pesa en la oficina. Verónica cierra el archivo y me observa con cautela, como si mis palabras pudieran detonar algo más peligroso que cualquier explosión. Amelia rompe la tensión con un aplauso suave, intentando suavizar el aire.
—Es súper tarde, Madeline. —me sonríe, casi con complicidad—. ¿No quieres quedarte a comer algo? No creo que hayas probado más que latas en los últimos días.
La oferta parece inocente, pero sé que oculta algo más: una pausa estratégica, una forma de no responder del todo.
Me quedo en silencio, mis brazos todavía cruzados mientras observo el mapa extendido sobre el escritorio. Mi estómago traiciona con un gruñido bajo, pero no cambio la expresión en mi rostro.
—No vine aquí a buscar comodidades. —respondo con frialdad.
Verónica suelta una risa ligera, casi maternal, y se recuesta en el sillón.
—A veces la mejor estrategia es saber cuándo bajar la guardia. Comer algo no te hace débil, al contrario, te da fuerza para seguir.
Sus palabras se clavan un poco más de lo que deberían. Amelia se acerca a mí y tira suavemente de mi brazo.
—Vamos, aunque sea un plato pequeño. Si no te gusta, puedes marcharte después.
La miro. Su insistencia no es la de alguien con segundas intenciones, sino la de una niña que todavía puede sonreír en medio del desastre. Respiro hondo y asiento apenas con la cabeza.
Salimos de la oficina, no sin antes tomar mí mapa, atravesamos un pasillo iluminado por lámparas viejas. Al fondo, una especie de comedor improvisado: mesas largas, platos de metal y un olor a sopa caliente que invade el aire. Varias personas nos observan al entrar, algunas con curiosidad, otras con recelo. Me acomodo el fusil en el hombro y bajo la mirada, caminando junto a Amelia hasta una mesa vacía.
Un voluntario nos sirve sopa espesa con trozos de verduras y pan duro. Me siento, dejo el arma apoyada contra la mesa y tomo la cuchara. El primer sorbo quema un poco, pero la calidez se expande en mi interior como un recuerdo lejano de lo que alguna vez fue "hogar".
—¿Ves? —Amelia sonríe mientras come rápido—. Nada de latas esta vez.
No respondo. Solo sigo comiendo en silencio, pero por primera vez en mucho tiempo, no me siento sola.
Verónica se acerca desde el otro extremo del comedor y coloca una mano en mi hombro.
—Mañana podemos hablar más sobre OMEGA-3 V. Hoy... solo recarga fuerzas.
Me limité a observarla. Había algo extraño en ella: la forma en que intentaba parecer adulta, hablando de heridas, de armas, pero todavía con la inocencia de una niña que disfrutaba de un plato caliente. No respondí, solo seguí comiendo en silencio mientras mis ojos recorrían el comedor, memorizando salidas, pasillos, caras. Nadie baja la guardia en un lugar como este, ni siquiera en un momento de calma.
Verónica se acercó después de unos minutos, con un paso tranquilo y un aire que imponía respeto sin necesidad de levantar la voz.
—Espero que la comida te haya gustado. —Apoyó una mano ligera en mi hombro—. Ven, te mostraremos dónde descansarás esta noche.
La seguí, cruzando un pasillo iluminado con lámparas parpadeantes. El refugio parecía un laberinto de lonas, tablones y paredes improvisadas, construido a base de necesidad y prisa. Llegamos hasta una pequeña habitación separada del resto por cortinas gruesas. Dentro, había una cama baja con sábanas limpias, una mesa con un vaso de agua y una lámpara vieja.
—No es un hotel, pero es seguro. —afirma Verónica, sonriendo de forma casi maternal.
Asentí y dejé el fusil apoyado contra la pared.
—Con eso me basta.
Amelia me dedicó una última sonrisa antes de marcharse con Verónica. El silencio ocupó el lugar poco a poco, roto solo por los pasos lejanos en los pasillos y algún murmullo perdido. Me tumbé en la cama, mirando el techo improvisado, tratando de convencerme de que debía dormir. Pero mi mente no se apagaba.
El archivo, las palabras OMEGA–3 V, la forma en que Verónica había esquivado algunos detalles... nada cuadraba. Sabía que había algo más, y sabía también que no obtendría respuestas si me limitaba a confiar en lo que ellas quisieran contarme.