La ciudad me recibe con un silencio que pesa más que cualquier grito. Después de la cena, después del acuerdo con Amelia, después de ver en sus ojos el deseo de seguirme... no podía arrastrarla conmigo. No quería.
Llevo las notas que logré tomar del archivo de Verónica escondidas bajo mi chaqueta. No son más que fragmentos, palabras sueltas, conexiones incompletas. Pero lo esencial, lo que podría cambiarlo todo, la ubicación exacta, eso se me escapó de las manos. Y no sé si fue porque estaba demasiado nerviosa, o porque alguien quiso que fuera así.
Camino sola entre las calles, y cada paso resuena en un vacío que no parece natural, el aire huele a polvo, a hierro oxidado, como si la ciudad misma estuviera pudriéndose desde adentro y los edificios están torcidos, algunos reducidos a esqueletos de concreto; las ventanas rotas me observan como ojos sin párpados. Todo parece abandonado, pero sé que no lo está. Nada está realmente vacío.
La soledad es una ilusión peligrosa.
Cada sombra es una trampa posible. Cada puerta cerrada, una boca hambrienta esperando abrirse. Camino rápido, pero sin correr, controlando mi respiración, atenta a cualquier eco. El suelo está cubierto de vidrios rotos y ceniza. Evito los charcos de agua estancada, porque incluso el reflejo de un movimiento puede delatarme.
Y mientras avanzo, mi cabeza no calla. ¿En quién puedo confiar? Amelia fue amable, sincera... ¿o solo fue otra pieza del mismo juego? ¿Y Verónica? Su sonrisa parecía real, pero sus palabras sonaban calculadas. Tal vez todo lo que me mostraron fue un teatro armado para mantenerme distraída, para hacerme creer que estaba cerca de la verdad, cuando en realidad me dieron migajas.
Pienso en los mapas sin nombres, en los túneles que no llevaban a ninguna parte. ¿Y si lo ocultaron a propósito? ¿Y si alguien dentro del refugio decidió que yo no debía conocer la ubicación exacta? Quizá todo lo que tomé de esos archivos estaba manipulado, sembrado con datos incompletos para confundirme.
La idea me recorre. No solo estoy sola en estas calles muertas: también lo estuve ahí dentro, rodeada de gente que decía protegerme. Y lo peor... es que lo sentí desde el principio. Esa incomodidad, esa voz en mi cabeza diciéndome que no bajara la guardia.
Me ajusto la chaqueta, guardo más firme las notas contra mi cuerpo y sigo caminando. El viento se cuela entre los escombros, silbando como un susurro lejano. Los postes de luz caídos parecen cadáveres que se negaron a descansar. A veces creo escuchar movimiento entre los escombros, pero cuando giro la cabeza solo encuentro silencio.
No sé si son mis nervios o si de verdad me vigilan.
Respiro hondo.
Concéntrate, Madeline . Concéntrate.
El eco de mis botas golpea contra el pavimento agrietado, marcando un ritmo que me recuerda que sigo viva, mis ojos recorren los tejados, las ventanas, las esquinas y de pronto siento esa presión en la nuca, como si alguien me observara desde arriba. Levanto la vista. Por un instante, creo ver una sombra deslizándose entre los tejados. Se mueve rápido, demasiado rápido. Parpadeo, y ya no está.
El corazón me da un vuelco.
Acelero el paso, disimulando, como si ignorar esa presencia pudiera hacerla desaparecer. Pero entonces lo escucho: un eco de pasos, leves, sincronizados con los míos, siempre detrás, siempre a la misma distancia. Me detengo. El eco también se detiene.
Un escalofrío me recorre los brazos. Giro de golpe, la linterna en mi mano lista para encenderse... y no hay nadie. Solo un callejón vacío, lleno de basura y polvo.
Pero yo sé que no estoy sola. Sé que alguien me sigue.
Y lo peor no es eso. Lo peor es que una parte de mí piensa que no es un enemigo desconocido... sino alguien del refugio.
El aire nocturno es helado, y cada bocanada me sabe a óxido y polvo. No debería haber salido, pero las notas incompletas de Verónica quemaban en mis manos como brasas. No podía quedarme quieta con tantas preguntas golpeándome la cabeza.
Avanzo sola por calles destrozadas. El asfalto está resquebrajado, los postes de luz caídos como huesos rotos. Cada sombra parece un ojo observándome.
No sé si lo que me contaron sobre OMEGA–3 V es verdad o si alguien, dentro del refugio, me entregó información manipulada a propósito.
Y entonces lo oigo: pasos.
Me detengo en seco, el corazón en la garganta. Giro, y nada. Solo edificios mutilados por las bombas, autos oxidados, ventanas negras. Aprieto el paso, pero el eco vuelve, más firme, más cercano.
Me siguen.
Comienzo a correr.
El eco detrás de mí se multiplica, hasta que un gruñido me corta el aire. Desde un callejón surge un infectado tambaleante, los ojos brillando de rabia. Le siguen dos más, y sus cuerpos deformes se mueven con una rapidez grotesca.
—No, no, no —susurró, desenfundando el cuchillo de mi cinturón.
Uno se me lanza encima. Giro, esquivo su mordida por centímetros y le clavo la hoja bajo la mandíbula. El chasquido del hueso me hiela la sangre la criatura cae pesadamente, pero los otros dos no se detienen.
Uno me embiste. Caemos al suelo entre polvo y escombros, sus dientes rechinan a centímetros de mi rostro mas el hedor a carne podrida me revuelve el estómago. Con todas mis fuerzas, levanto la rodilla y lo empujo hacia un costado, pero sus uñas desgarran mi chaqueta antes de apartarse.
El segundo me agarra del brazo y trato de zafarme, sintiendo su saliva caliente caer sobre mi piel. Con un movimiento desesperado, hundo el cuchillo en su ojo y el grito inhumano retumba en mis oídos mientras se desploma.
El último me arrastra contra un muro. Siento mi espalda crujir contra los ladrillos, sigo tratando de resistir, pero sus manos frías aprietan mi garganta. Veo chispas bailar en mi visión. De un manotazo, agarro un pedazo de metal oxidado del suelo y lo incrusto en su cuello. La sangre oscura me empapa los dedos.