Efecto Cura

Capítulo 25♤

El callejón nos escupe a una avenida medio destruida. El silencio es espeso, pero los ecos de gruñidos no tardan en romperlo. Camino primero, fusil en alto, el cañón barriendo cada sombra como si fueran fantasmas. Dulce va a mi derecha, alerta, mientras Madeline cierra la formación, con el fusil pegado al hombro.

—El hospital está a tres cuadras —Dulce indica—. Pero pasaremos por zona abierta.

Frunzo el ceño. Odio las zonas abiertas: no hay cobertura, no hay escape fácil. Solo eres carne esperando a que algo te encuentre.

—Si pasamos por zona abierta es una blanco para los bandidos e infectados. —Madeline regaña entre dientes.

—¿Tienes una mejor idea? —Dulce se acerca a ella con paso firmes.

—Pasar por ahí es una declaración de que estamos aquí. —la enfrenta, cuando iba a responderle.

Un ruido metálico retumba a lo lejos. Todos nos agachamos de golpe. Mis ojos se clavan en un edificio colapsado; sombras se arrastran entre los escombros. Infectados. Y no de los lentos.

—Nivel tres...

Esos malditos son veloces, con la piel estirada como un tambor y las articulaciones dislocadas que los hacen moverse como animales. No podemos disparar, atraeríamos a toda la maldita ciudad.

Le sostengo la mirada un segundo. Ella ya lo paso; su tono tiene una calma forzada de su voz. Asiento.

—Bien. Entonces lo haremos a tu manera.

Avanzamos despacio, pegados a los muros. El aire huele a hierro oxidado y humedad, mezclado con la peste dulzona de los infectados. Uno cruza la esquina a pocos metros, con la cabeza ladeada como si escuchara voces. Me detengo en seco y levanto la mano para que los demás también lo hagan.

Dulce contiene la respiración. Madeline , en cambio, mete la mano en su mochila y saca otra botella vacía. ¿De dónde saca tantas botellas?

Me mira, como preguntando con la mirada si confío. Le devuelvo un gesto corto con la cabeza.

Ella retrocede un paso, mide la distancia y lanza la botella hacia una calle lateral. El vidrio estalla contra el asfalto.

El gruñido de los infectados se multiplica en segundos. Uno, dos... cinco de ellos se lanzan corriendo hacia el sonido. Sus pasos son un repiqueteo animal contra el pavimento, alejándose de nuestra posición.

—Eso nos da una ventana —confirmo.

Corremos. No trotamos, corremos como condenados, cruzando la avenida hacia otro callejón. El corazón me golpea el pecho como un tambor de guerra, al llegar al otro lado, me pego a una pared, levanto el fusil y cubro mientras las chicas se acomodan.

Y entonces se escuchan ruidos que serian mas peligrosos que los infectados: voces humanas.

—Por aquí, revisen las mochilas. Si encontramos medicinas, el jefe nos da la mitad del botín.

Bandidos. Perfecto. Justo lo que nos faltaba.

Me asomo apenas. Son cuatro, con chaquetas sucias y armas improvisadas; dos machetes, un viejo revólver y una escopeta de dos tiros. No parecen muy organizados, pero están entre nosotros y el hospital.

Esos no parecen bandidos, tienen trajes negros equipados, tanto que se podria decir que son blindados.

—Plan rápido —susurro, mirándolas—. O nos escabullimos sin hacer ruido o los sacamos de en medio.

—Con esa escopeta, si disparan nos delatan a todos los infectados de alrededor. —Dulce aprieta los labios.

—Entonces silencio —murmura Madeline , mirándome de reojo. Esa maldita calma suya... casi parece que disfruta la tensión.

Avanzamos agachados, bordeando la pared. El problema es que uno de los bandidos se separa del grupo y empieza a caminar en nuestra dirección. Unos pasos más y nos verá.

Levanto el puño y hago seña de detenerse. Me adelanto en silencio, me pego a la sombra de un contenedor oxidado cuando el hombre vuelve a pasar, lo agarro del cuello y lo arrastro hacia la oscuridad. Un golpe seco contra la pared y se desploma inconsciente.

El resto no se da cuenta. Avanzamos rápido antes de que noten su ausencia.

A medio camino, uno de los bandidos escucha el eco de nuestros pasos.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí?

Maldición.

Madeline reacciona antes que nadie. Saca un trozo de metal de su mochila y lo lanza lejos, hacia un charco entre ruinas, el golpe suena como un disparo apagado y los bandidos giran de inmediato hacia allá, armas listas.

—¡Por allá! —grita uno.

—Ahora—murmuro, empujando a Dulce y a Madeline hacia la siguiente callejón.

Corremos con todo lo que tenemos. Atrás escucho los gritos de los bandidos y, peor aún, los gruñidos de los infectados que ya se mueven hacia el ruido. Una tormenta que los devorará primero a ellos.

Cuando doblamos la esquina, el hospital ya está a la vista: un edificio gris, con ventanas rotas y un letrero oxidado que apenas cuelga de los ganchos. Estamos cerca, demasiado cerca como para fallar ahora.

Me detengo un momento, con la respiración entrecortada. Veo a Madeline sujetando su fusil, la cara perlada de sudor, pero con esa chispa en los ojos que me hace olvidar por segundos el caos me observa, como si supiera exactamente en qué pienso.

—Sigamos —indica, y su voz me arrastra de vuelta a la realidad.

Asiento, acomodo el fusil y avanzo al frente. La noche todavía no termina, y el hospital promete más preguntas que respuestas.

El camino hacia el hospital fue más largo de lo que esperábamos. Nos mantuvimos en silencio, atentos a cada sombra, a cada ruido entre los edificios abandonados. El hospital se levantaba frente a nosotros, oscuro, con sus ventanas como ojos vacíos. Pero no íbamos a entrar allí... nuestro destino estaba al costado, en un edificio más pequeño, con un letrero corroído por el óxido: Laboratorio.

—Ahí esta.— Dulce afirma, manteniendo el fusil en alto.

—Entremos rápido, no me gusta esta zona —Madeline asiente.

Me adelanto y pruebo la puerta principal: cerrada con candado. Rodeamos el edificio y encontramos una ventana rota, apenas cubierta con cartón viejo. Rompo los restos y ayudo a ambas a pasar, igual que hicimos en la casa, el aire adentro está cargado de polvo y desinfectante rancio. El silencio es denso, roto solo por el crujido de nuestros pasos.




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