Efecto Cura

Capítulo 27♤

Agatha.

Observo a Madeline con los brazos cruzados, la espalda recta, los ojos fijos en mí, desafiándome sin saberlo. En este centro, la armonía no es opcional; cada regla existe para mantenernos a salvo, para que nadie pierda el rumbo ni ponga en peligro a los demás. Y esta chica, por impulso o por miedo, creyó que podía romperlas.

—Es una falta directa a las reglas de este centro —mi voz es firme y cortante—. Todos aquí trabajamos para mantener la armonía, y crees que es algo que cualquiera puede romper. No lo es.

Sus palabras me interrumpen, pero no puedo permitirme que su obstinación desvíe el orden de las cosas. La escucho hablar, firme, tensa, intentando justificar su acción:

—Quiero respuesta y no iba a esperar que unos zumbidos y pesadillas me dieran pistas cortas —menciona, midiendo cada palabra.

—¿Zumbidos? —enarco una ceja.

—¿Zumbidos? —repite con ironia.

Cierro los ojos un segundo, conteniendo la paciencia que a veces se me escapa. Luego señalo al prisionero con un gesto firme y limpio, sin un titubeo, y finalmente me detengo en Madeline .

Mantengo mi mirada clavada en ella. Aquí no hay lugar para dudas, mi prioridad es el centro y su seguridad, maldigo al sentir que cada decisión que tomo pesa sobre mis hombros. Cada acto impulsivo podría costarnos demasiado, no puedo permitirme ser blanda; no cuando tanto depende de la disciplina y del control.

La puerta se cierra y el silencio vuelve a la oficina. Camino hacia mi escritorio con pasos seguros, reviso algunos archivos y registros mientras mantengo la mente alerta. Todo está bajo control, o al menos eso quiero que se perciba. Cada acción que observo, cada movimiento que superviso, está calculado.

—¿Crees que puedes decidir por ti misma lo que es correcto? —pregunto, dejando que mi voz se arrastre con firmeza—. Este no es un juego. Cada movimiento fuera de las reglas pone en riesgo a todos los que dependen de nosotros.

Ella cruza los brazos, mantiene la mirada, casi desafiante. Veo el fuego en sus ojos y el orgullo que aún no quiere ceder, pero también detecto su miedo y frustración.

Suspirando me acerco a su escritorio, cuando la tensión en la sala es palpable, analizo cada respiración, cada gesto de Madeline refleja la urgencia que siente, pero también su falta de disciplina.

—Escucha bien —aun mantenido la voz firme—. Quiero que comprendas algo, no se trata solo de ti. de este centro, depende de que sigamos las reglas al pie de la letra y tu impaciencia casi nos cuesta caro.

—Si no me mandaras a buscar nadie saldría herido. —le resta más importancia.

—Tienes lo que necesitas, solo debes mirar en la dirección correcta.

Ella aparta la mirada, y por un segundo creo que entiende la gravedad. Pero sé que la lección no ha calado suficiente. Necesita sentir las consecuencias, no solo escucharlas.

—Como castigo, tendrás que quedarte bajo supervisión directa durante los próximos dos días —decido—. Para que aprendas que cada acción tiene un precio y que no podemos improvisar. Además, revisarás personalmente cada registro de entrada y salida de información del área de medicina.

Sus ojos se abren, mezcla de sorpresa y frustración. Quiero que sienta el peso de su decisión sin quebrarla. Necesita entender que el control y la disciplina son la diferencia entre la vida y la muerte en este lugar.

—Sí—responde, más calmada, asintiendo lentamente—. Lo entiendo.

Aunque aún siento la rebeldía en su postura, hay un pequeño cambio: acepta el castigo. La disciplina aquí no es solo autoridad; es protección. Y mientras la observo, sé que esta lección será crucial para los días que vienen.

—Muy bien —concluyó—. Ahora vuelve a tus tareas y asegúrate de no desviarte nuevamente. Este centro no permite errores.

Madeline asiente y se retira, y mientras la veo alejarse, siento que, aunque ruda, la lección que le he impuesto será la que la mantenga viva y a salvo en el futuro. O mejor dicho ocupada.

Madeline permanecerá bajo vigilancia, y yo estaré lista para intervenir si algo sale mal. En este centro, la rigidez no es crueldad; es supervivencia. Soy la responsable de que esa supervivencia se mantenga intacta. Sus palabras, firmes y desafiantes, me irritan más de lo que quiero admitir, y perder la calma es demostrar que no soy digna de esta misión. En este centro no se permite la improvisación; cada acto tiene consecuencias, y ella lo sabe.

Las cosas se están complicando —o al menos así lo veo yo.

Me siento en el silon cuando el teléfono vibra. Lo saco y miro la pantalla. Maldición: es él. Mensajes.

Superior: Me informaron que salió de tu centro de seguridad.

Carajo. Tecleo con los dedos tensos y envío la respuesta.

Agatha: Un mal manejo de personal, pero no volverá a ocurrir, señor.

La respuesta del otro lado no es amable:

Superior: Si vuelve a escaparse por tu tonta incapacidad para cuidar a una mujer que perdió la memoria... ¿Es eso lo que me dijiste?

Respiro hondo. Mantengo la verdad mínima.

Agatha: Sí, señor. No hay avances; solo que su cuerpo conserva memoria de movimientos y entrenamientos.

Superior: Quiero sus recuerdos. Haz que avance. ¿Sabes qué le provoca que los tenga?

No tengo la menor idea. La pantalla parpadea ante mis dedos. Respondo con la única arma que me queda en ese momento: la investigación.

Agatha: No lo sé, señor. Investigaré qué los desencadena; tengo a alguien que estuvo involucrado en su vida.

La respuesta es fría y rápida:

Superior: ¿Necesitas que mande a alguien para que se encargue de TÚ trabajo?

Maldición.

Agatha: No, señor. Yo misma me encargaré de ello.

Es lo último que escribe. Dejo el teléfono sobre la mesa, la pantalla vuelve a negro y el peso de la orden queda en la sala como humo denso. No puedo fallar.




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