El olor a desinfectante todavía lo tengo pegado en la nariz, como si me hubiera tatuado ese maldito aroma en los pulmones. Y para colmo, Marcus no deja de reírse cada vez que recuerdo el "gran misterio" de la mañana que resultó ser un error de un interno idiota.
Al menos el almuerzo me sirvió para quitarme el mal humor. Dulce se encargó de fastidiar con sus comentarios sobre el beso, ese beso y Marcus tuvo la cara dura de seguir la broma. Pero cuando salimos del comedor, pensé que por fin me iría tranquila. Me equivoqué.
—Ven conmigo —entrelaza su mano con la mia, como si yo no tuviera voz ni voto.
—¿Otra pila de carpetas aburridas? Paso.
—No, mejor. Entrenamiento.
Lo miro como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Entrenamiento? ¿Después de pasar la mañana oliendo a cloro y comer?
—Claro —Sonríe, disfrutando de mi cara de horror—. ¿O prefieres seguir oxidándotes?
Bufé, pero terminé siguiéndolo. El área de entrenamiento el ambiente era otro: aquí se respiraba sudor, fuerza, movimiento. Mejor que papeles, sin duda.
—Vamos, empieza con estiramientos —oberva el lugar, mientras se quita la chaqueta y se queda con una camiseta pegada al cuerpo. Yo finjo que no me lo comí con la mirada, aunque claro que lo hago.
Sigo sus indicaciones con mala cara, y pronto me pone frente a un saco de boxeo.
—Pega.
—¿Así, sin más?
—¿Quieres que te dé permiso con un manual?
A veces se pone insoportable pero aun asi siento algo por él... agito la cabeza un poco al sentir un calor en mis mejillas.
El primer golpe me duele en la muñeca, pero no pienso admitirlo. El segundo suena más fuerte, y el tercero hace que Marcus asienta, satisfecho.
—Nada mal, detective. Ahora contra mí.
—¿Qué?
—Combate cuerpo a cuerpo. Yo ataco, tú defiendes.
Se lanza sin aviso. Apenas tengo tiempo de reaccionar, y termino contra la colchoneta, con su peso encima y su sonrisa burlona.
—Cero de diez.
—¡Eres un bastardo! No avisaste.
—El enemigo tampoco avisa. Vamos otra vez.
La siguiente ronda me esfuerzo más. Logro esquivar, enganchar su brazo y casi hacerlo caer. Casi. En segundos vuelve a tenerme atrapada, esta vez con mi espalda contra su pecho.
—Mejor... pero sigues perdiendo.
Mi respiración está agitada, no sé si por el esfuerzo o porque está demasiado cerca. Y sé que él lo nota, porque su sonrisa se ensancha justo antes de soltarme.
Pasamos así más de una hora, entre golpes, risas y maldiciones mías. Termino sudada, con los músculos ardiendo, pero extrañamente... viva.
—¿Ves? —afirma ofreciéndome una botella de agua—. Esto sí que no es aburrido.
Le arrebato la botella, bebo a grandes tragos y asiento, aunque no pienso darle la satisfacción de oírlo.
Mientras sigo sus indicaciones, siento que cada movimiento me acerca más a él. No es solo el esfuerzo físico; es cómo se mueve, cómo su cuerpo domina el espacio y cómo cada instrucción viene con ese tono de voz que hace que mis músculos tiemblan por más que intente concentrarme en otra cosa.
—¡Cuidado! —grita, cuando un golpe mío casi lo alcanza en el pecho.
—¡Eso fue totalmente a propósito! —protesto, jadeando, mientras me aparto para recuperar la postura.
Se ríe, esa risa que me enloquece.
—Sí, claro... tu "a propósito" me está matando.
—Bueno, ¡tú eres el que me enseñó! —le devuelvo, entre risas y respiraciones agitadas.
Luego me pone frente al saco de arena.
—Ahora trabajaremos la coordinación.
—¿Coordinación? —pregunto con desdén, aunque en mi interior sé que viene un reto.
—Sí, así no te tropiezas cuando pelees por tu vida.
—¡Ah, claro, porque tú siempre me atacas con delicadeza!
—Solo cuando lo mereces.
Golpeo el saco siguiendo sus instrucciones y noto que él se acerca por detrás, corrigiendo mi postura, colocando sus manos sobre las mías, ajustando mis brazos. ¿No se yo esas indicaciones? ¿Por qué dejar que se acerque tanto? No tengo ni idea pero puedo sentir los latidos de mi corazón en la garganta.
Siento su cuerpo tan cerca, y mi corazón late más rápido. No sé si es por la proximidad o por la intensidad del ejercicio.
Después, Marcus me propone un ejercicio de velocidad: esquivar y reaccionar ante sus movimientos. Cada vez que él lanza un ataque ligero, debo esquivar, y a veces me tropiezo, lo que le provoca una carcajada.
—¡Eres terrible! —exclama mientras me ayuda a reincorporarme.
—¡Tú eres un tirano! —le respondo, aunque debo admitir que me gusta que esté justo allí, corrigiéndome, sus manos tan cerca de las mías que casi roza la piel.
Entre risas y pequeños tropiezos, llegamos al combate simulado cuerpo a cuerpo. Esta vez Marcus me deja anticipar algunos movimientos, y aunque me derriba un par de veces, también logro engancharlo y hacerlo retroceder. Por un instante, siento un cosquilleo de orgullo y otra cosa que no sé cómo llamar: la adrenalina de tenerlo tan cerca, de sentir su fuerza y estar tan en contacto físico.
Al final de la sesión, ambos estamos sudados y respirando con dificultad. Marcus me entrega una botella de agua mientras se pasa la mano por la frente, y yo no puedo evitar mirarlo con una sonrisa cansada.
—No estuvo tan mal, ¿verdad? —me dice, con esa voz baja que hace que mi corazón se acelere otra vez.
—No me malinterpretes, estuvo... bien —respondo, y mi voz tiembla ligeramente sin que él lo note.
—Bien no basta —susurra, acercándose lo suficiente para que sienta su aliento en mi cara—. Pero ya verás... el entrenamiento solo acaba de empezar.
Y mientras me acerco a beber agua, noto que su mirada no me deja ni un segundo. Hay un brillo en sus ojos que me recuerda por qué sigo aceptando esto: porque aunque sea agotador, peligroso y absurdo, con él nunca hay un instante aburrido.
—¿Que me miras? —le lanzo una botella de agua la cual atrapa y comienza a reirse.