–Zona C.
Madeline .
Siento pasos acercándose por el pasillo. Reviso mis municiones con movimientos mecánicos: saco una tira de cinta de la mochila, alineo los cartuchos del fusil y los uno con firmeza. La práctica hace que las manos vayan solas.
—¿Esa técnica dónde la aprendiste? —los brazos de Marcus rodean mi cintura y su mentón cae suave sobre mi hombro derecho.
—No lo sé —respondo, encogiéndome un poco de hombros—. Me resultó más fácil así, para cambiar cargadores rápido cuando hace falta.
Guardo la cinta, inserto un cargador en el fusil y ajusto el siguiente en la funda. Me giro para mirarlo; él tiene esa expresión que siempre me calma. Aparto un mechón de su frente y lo dejo detrás de su oreja, paso la yema de los dedos por su mejilla. Él me deposita un beso en la frente, como sellando una promesa en silencio.
—No estabas en guardia —murmura, negando con suavidad, y acerca su rostro hasta rozar mi cuello.
Le devuelvo la sonrisa sin pensar. El movimiento de su cabeza apoyada en mi piel, como un niño que busca consuelo borra por un momento la tensión que llevo dentro.
—¿Dulce te está presionando por algo? —pregunta, con voz baja. No es difícil ocultarlo si él lo nota: todos lo han hecho. Su mano en mi cintura aprieta un poco, protectora.
Sus palabras me atraviesan. Respiro hondo y le cuento lo mínimo, lo que cabe en un susurro.
—Es sobre mis recuerdos —confieso—. Parece que sospecha que sé algo y eso las pone nerviosas.
Marcus aparta la cabeza de mi cuello y su mirada se hace seria; una ceja se alza en señal de que entiende más de lo que digo. Asiento, confirmando sin necesidad de palabras.
En ese instante la puerta se abre. Dulce entra, cierra con cuidado y deja su fusil en la posición de descanso. Su presencia llena la cocina como un corte seco: autoridad contenida, planificación.
Marcus se suelta de mí y se planta a mi lado. Vigila a Dulce con la misma calma afilada que muestra siempre, listo para cualquier orden. Yo sigo con el fusil entre las manos, sintiendo el latido en mis muñecas, el murmullo distante de la horda todavía resonando en las paredes.
—¿Alguna novedad? —pregunta Dulce, sin rodeos.
Marcus le da la respuesta técnica; yo observo, midiendo sus gestos, buscando en su cara cualquier grieta que me dé una pista de cuánto sabe. Dulce no busca mi mirada. No la necesito para saber que estoy en el centro de su cálculo. Pero en ese momento, con Marcus a mi lado y la fortaleza improvisada detrás de nosotros, me siento más pequeña y, a la vez, más lista para lo que venga.
—¿Madeline , qué recuerdos tienes sobre lo que pasó? —vuelve a insistir, directo, su voz como una cuchilla en el aire.
Suspiro hondo, mis dedos aprietan el cierre de la mochila hasta que cruje bajo la presión.
—Maldita sea, que no recuerdo nada más hasta lo que saben ustedes —escupo las palabras, cerrando la mochila con un tirón. Estoy harta de esta interrogación en círculos.
Dulce no se inmuta. Cruza los brazos, sus ojos oscuros buscándome como si pudiera leerme por dentro.
—¿No recuerdas si tienes hermanos? ¿O cómo murió tu padre? —insiste, cada sílaba más pesada que la anterior.
¿Hermanos?
El zumbido aparece en mi oído derecho, primero como un murmullo lejano, luego como un enjambre furioso. Mis dedos se apoyan en la mesa para no perder equilibrio; siento que busco en archivos viejos, como si mis pensamientos fueran carpetas selladas con candado. Cierro los ojos, aprieto los párpados, pero el zumbido se intensifica y me dobla las piernas.
Marcus se adelanta y me sostiene por la cintura justo antes de que me desplome.
—Madeline ... —murmura mi nombre con voz contenida, pero no logra ocultar la preocupación.
Las voces llegan, no de aquí, no de ahora.
—Eres la luz de mis ojos, mi querida Maddy. La voz de mi madre se siente tan cerca que juro poder oler su perfume.
—Eres mi musa, mi evil..." La voz de mi padre, ronca, envuelta en eco, como si hablara detrás de una mascarilla.
Las imágenes son flashes: un pasillo blanco, una sala con cristales rotos, su figura difusa ajustándose la máscara antes de salir de la habitación. Unos ojos azules que me miran, idénticos a los míos. Unas manos infantiles agarradas a las mías.
El zumbido se apaga de golpe. Abro los ojos jadeando, la frente húmeda. Marcus me sostiene firme, su mano en mi espalda baja. Dulce sigue ahí, la mirada fija, expectante.
—¿Qué... viste? —pregunta Dulce, sin apartar la mirada, como si estuviera lista a atrapar cada palabra.
—¡Nada! —grito de golpe, con la voz rota. Mis manos tiemblan al apoyarse en la mesa, el fusil vibra bajo mi agarre. —¡Les dije que no recuerdo nada más! ¡Dejen de arrancarme la cabeza con lo mismo!
El eco de mi voz retumba en las paredes del restaurante, demasiado fuerte. Mi pecho sube y baja como si hubiera corrido kilómetros. La rabia arde en mi garganta, mezclada con miedo. No soporto esa mirada de Dulce, ese aire de que sabe algo más que yo.
—Nena —Marcus se coloca frente a mí y me toma de los brazos, obligándome a mirarlo. Sus ojos son un ancla en medio del caos. —Tranquila, mírame. Respira conmigo.
Intento soltarme, pero él me sujeta firme, sin lastimarme. Su voz es un murmullo grave, constante, como un hilo que me ata a la realidad. Respiro entrecortado, hasta que poco a poco mi pulso deja de ser un tambor enloquecido.
—No... no lo entiendo —digo al fin, con la voz quebrada. Siento que mis rodillas todavía pueden fallar, pero Marcus no me suelta.
Dulce entrecierra los ojos, su ceño marcado. No interrumpe, como si esperara que yo me hunda sola.
Cierro los ojos un instante, pero las imágenes vuelven, aunque más difusas: el rostro de mi madre, sus labios moviéndose en un "eres la luz de mis ojos". El rostro de mi padre tras la mascarilla, el eco de un "mi musa, mi evil"... y esas manos pequeñas, esas manos de niño sujetando las mías.