–Zona D.
Julia.
Estoy detrás de los arbustos, pegada al muro como una sombra. El frío se mete por la chaqueta y la adrenalina me aprieta el estómago. No me cae bien —nunca me cayó— esa tipo que nos vino de repente y se planta como si todo fuera suyo. Y menos aún que tenga un plan fuera de la orden de Dulce. Si hay alguien capaz de desestabilizar la dinámica del grupo, es ella.
Marco mentalmente la formación: Dulce al frente, Marcus atento, Madeline un poco atrasada, Marcus a su lado. Parece su perro faldero.
Mientras que yo cubro el flanco derecho. Nos detenemos para chequear que nadie nos siga; mis ojos barren el perímetro, barranco de miradas, techos, ventanas. No huellas nuevas, ningún motor; aun así, mi instinto no me miente. Algo en el aire me dice que Madeline sabe algo mas.
El puente a la zona D se extiende delante de nosotros: hierro retorcido, pasamanos quebrados, una raya brillante que corta el gris del río. A menos de unos pasos. La línea entre lo conocido y lo que viene. Dulce está en silencio, susurrando órdenes como quien recita una letanía, manteniendo el control. Marcus ajusta su correa; su respiración es una brújula que me devuelve al presente.
Madeline mira al puente con una mezcla rara algo que parece hambre. La noté hablando con alguien en el callejón; esa mención de Draven, del edificio a la derecha antes del centro, quedó prendida en su mente como una astilla. Y ahora la veo trazar la ruta con el pie, como si calculase en silencio la desviación.
No es solo que me moleste por celos, aunque no voy a negar que la presencia de Madeline cerca de Marcus me corta; lo que me inquieta de verdad es que ella pueda tener motivos propios. Si es tal esa mujer la mandó a un edificio cerca del puente, y Madeline nos empuja a cruzar justo por allí, podría estar buscando algo que la ponga por encima de todos nosotros. O peor: podría estar trabajando para alguien más.
—Revisamos y cruzamos en formación —susurro, por disciplina, porque Dulce lo ordenó. Pero mis manos ya se mueven por inercia, verificando el seguro del fusil, calculando tiempos.
Cuando damos el primer paso hacia el puente, no la pierdo de vista. Aprendo a leer las minúsculas señales: cómo acorta el paso, como desvía la mirada hacia un callejón lateral; la ligera inclinación de la cabeza cuando cree que nadie mira. Es en esas fisuras donde se esconden las intenciones.
El puente crujía bajo nuestros pasos, una costura de metal y polvo que cortaba la ciudad en dos. Íbamos en formación cerrada, ojos abiertos, respiraciones controladas; la idea de Amalia aún soplaba en mi nuca, pero por el momento la prioridad era cruzar y movernos. A mitad del tablero la luz pegaba en el pasamanos y el ruido del río era apenas un rumor bajo el viento.
Entonces fue el disparo: seco, cercano, como el latigazo de una orden. Nos dejó a todos rígidos por una fracción de segundo. No fue un balazo al aire; fue preciso, medido, suficiente para advertirnos.
—¡Abajo! —toqué la señal con la mano, sin mirar. Nos tiramos al metal con el fusil pegado al pecho. La formación se quebró en una ola contenida: piernas dobladas, culata protegida contra el costado, ojos buscando. El polvo se levantó en una nubecilla; alguien maldijo bajo la respiración.
Mi corazón martilló, pero no por el ruido. Era la adrenalina limpia, la que no deja espacio a dudas, Marcus ya estaba a mi lado, cuchillo entre dientes; su mirada pasó por cada uno de nosotros como un escáner. Dulce lanzó un pitido corto en la radio y pegó su espalda al pasamanos, cubriéndose detrás de mí. Madeline se pegó más a la sombra del metal y no parpadeó. No me gustó su calma.
Nos arrastramos unos pasos hacia adelante en silencio, protegidos por la curvatura del puente. La entrada al tramo, hacia donde íbamos, quedó a unos veinte metros. Allí, recortados contra la luz que venía de la calle, cuatro figuras emergieron como fantasmas decididos: armas largas apuntadas, posturas de quien no admite negociación. Traían ropa oscura y chaquetas con bolsillos y sus rostros, vistos de refilón, no mostraban piedad.
—Cúbranse —susurré. Mantener la voz baja era más difícil que ordenar a la gente; la tensión la enganchaba con alambre.
Marcus deslizó el índice por la cara delantera del fusil: cerrojo listo, ojo en el punto, no permití que la rabia me nublara. Conté las armas que vi: tres rifles tipo asalto, uno con culata recortada, y un cuarto con algo más pesado colgando del hombro. No parecían saqueadores comunes; parecían equipo, con disciplina.
Uno de ellos alzó la mano, la señal universal de alto, y desde su cuello colgaba algo brillante: una placa improvisada o un amuleto que no supe leer a primera vista. Su voz al romper el silencio fue fría, sin acercarse.
—Alto ahí. Dejen las armas y retrocedan hacia el centro. Tranquilos y nadie sale herido.
Dulce no respondió con palabras; su mano hizo el gesto de "mantén la formación" y, con los ojos, me pidió que cuidara el flanco derecho. Mi instinto me decía a gritos que esto no iba a terminar bien si cedíamos; mi entrenamiento me decía que perder la iniciativa era exponer puntos ciegos. Miré a Madeline. Sus omóplatos se tensaron, un leve asentimiento, y su dedo reposó sobre la empuñadura. ¿Sabía ella algo de esto? ¿Era parte del arreglo que Amalia insinuó?
—¿Qué quieren? —preguntó Marcus con voz medida, deslizando la radio fuera de la bolsa sin activarla. La tensión en su mandíbula era una línea recta.
El tipo de voz grave nos miró uno por uno como si fuéramos carne en una vitrina. La ciudad, detrás de ellos, seguía con su teatro cotidiano: un coche pasaba, una radio silbaba a lo lejos. Todo fingía normalidad salvo por nosotros, clavados en el centro del puente.
—Solo queremos a la chica de pelo corto. Los demás pueden irse —responde, directo.
Mis ojos se clavaron en Madeline antes de entender que hablaban de ella. Un frío me recorrió la espalda.