Efecto Cura

Capítulo 35♤

Madeline.

—Ya me cansé de ti. —Tiro la mochila al suelo con más ruido del necesario; el fusil cae junto a ella con un golpe seco. Julia hace lo mismo, cada gesto es una provocación contenida.

—Chicas, no peleen aquí —Dulce cruza la sala con paso corto, frotándose la sien—. Ya tenemos bastante con lo que está afuera.

La escucho, pero su razón no apaga la rabia. Esto no va de órdenes ahora; va de orgullo y de cosas que no dije. Me coloco frente a Julia, las piernas en posición, la mirada clavada en la suya.

—Solo será un ratito. —le digo, y la reta mi voz; no es bravata, es desafío.

Ella me devuelve la mirada como quien afila un cuchillo con tiempo. No hay palabras de más. Hacemos dos respiraciones al mismo tiempo y, sin aviso, empiezan los movimientos: empujes, fintas, agarres rápidos, sin buscar daño mortal sino el dominio del otro. La sala se convierte en un cuadrilátero improvisado; detrás de nosotras, el mundo sigue su derrumbe, pero aquí se decide algo distinto.

Julia es fuerte y directa; pega con intención en mi hombro y me obliga a retroceder. Yo uso su impulso, giro la cadera y la desestabilizo; la siento sorprenderse y maldecir. No quiero hacerle daño, pero no voy a ceder. Cada golpe es una palabra que no dije antes, cada agarre una pregunta que no me atreví a hacer.

Un golpe me roza la mandíbula, pero también veo a Marcus acercándose con pasos largos, vigilante. Dulce se planta en la barra con las manos en la espalda, autoritaria. No los desafío a ellos; esto es entre nosotras y, sin embargo, su presencia pone límites.

Caen mis dedos contra la culata como un acto reflejo. La rabia me arde en la garganta y el mundo se reduce a la punta del metal y al rostro de Julia descompuesto por la ira. No pienso, solo actúo: tiro de la pistola, la aprieto contra mi costado, y antes de que pueda alzarla para apuntar, ella se me echa encima como un huracán.

Siento el golpe del impacto en la clavícula; me tambaleo, la pistola me araña la mano y cae un segundo que parece una eternidad. El arma resbala y choca contra el suelo; el ruido es una campana de aviso. La adrenalina me inunda y la boca se me llena de un sabor metálico. Respira rápido. No voy a perder ahora.

Julia me agarra de la blusa con una mano y con la otra busca el cuello. La empujo con la cadera, la cojo del brazo y la giro con un movimiento seco, usando su propio impulso en su contra. Ella cae, pero se recompone y vuelve a lanzarse hacia mí con brutalidad.

La pelea se vuelve corporal, cruda y justa. Mis dedos atrapan una silla volcáda; la levanto a modo de escudo y la estampo contra su torso. El golpe le quita aire, la expresión se endurece, pero no cede. Me escupe en la cara algo que no alcanzo a entender y la rabia se vuelve calma fría: precisión.

La primera vez que la tomo en serio, noto su punto débil: la rodilla. Me agacho y la golpeo con la palma abierta; ella grita y cae al suelo de rodillas. Aprovecho para recuperar la pistola, pero cuando me encaramo para levantarla del suelo, Julia me sorprende por detrás y me sujeta la muñeca. Tiramos, las fuerzas enredadas, la tensión del tendón en mi antebrazo quema. Mi pulgar busca el gatillo como un instinto; aprieto, no para disparar, sino para mostrar que puedo hacerlo. Ella siente la presión, jadea, y por un instante nuestras miradas se encuentran: hay odio, sí, pero también la comprensión de que ninguno de las dos querría llegar demasiado lejos.

Tomo la fuerza, empuño la mano y la estrello contra su mejilla haciendo que se pierda el equilibrio, vuelve hacia mí y me cubro con el antebrazo, las manos buscan, tropiezan con una mesa, encuentran un cuchillo de cocina que acaba de caer entre los escombros. Lo agarro, corto, sin intención de matar sino de ganar distancia, de que la sangre no sea la excusa para que todo explote.

La cuchillada intimidatoria la obliga a retroceder. Siente el filo cerca del cuello y deja de golpear. Respiro hondo, el corazón martilla contra el costado, y me doy cuenta de que la furia ya no manda sola: la razón vuelve a susurrar y no quiero que Dulce decida por las dos.

La dejo con el filo rozando la tela de su chaqueta, la mirada firme, la voz baja y llenísima de verdad.

—¡Basta! —ordenan al mismo tiempo, y la voz de Dulce corta como una cuchilla. Julia y yo nos separamos, respirando, peinadas por el sudor y la rabia. Nos miramos un instante, insolentes y cansadas.

Respiro hondo y me acerco a la mochila. Cojo el fusil con movimientos medidos, lo pego a mi hombro como si fuese una segunda piel. Julia me lanza una última mirada: un reto que promete otra guerra si corresponde. Yo devuelvo con un gesto frío y me giro.

Sin más, me coloco junto a Marcus. Él me mira apenas, no por reproche sino por un ancla; aprieta mi brazo con la fuerza de quien dice "aquí estoy". Dulce ya está organizando guardias y raciones como si no hubiera pasado nada; la misión reclama su parte.

La tensión queda en el aire como humo. Nos ponemos en marcha, cada paso hacia la salida es una promesa de que esto no se cierra con un puñetazo: las piezas siguen en movimiento. Y yo, con la rabia todavía caliente, sé que no perdí la pelea: la pospusimos.

—Bien, ya que se desahogaron —cuestiona Dulce, tratando de imponer calma mientras nos mira a todos—. ¿Quién demonios es la mujer que habla Julia?

La pregunta corta el aire. La mirada de Julia se enciende otra vez, carbón vivo; me provoca una rabia súbita que tengo que morder para no devolverle otro golpe.

—No sé de qué habla —replico con voz controlada, aunque suena rasposa—. Fui a ver algo y no era nada.

Dulce no me cree. Lo sé por la forma en que ladea la cabeza, por la presión en su mandíbula. Sus ojos buscan en los rostros, buscando contradicción o miedo.

—¿No era nada? —Julia insiste—. ¿Entonces por qué te apartaste del grupo y hablaste con esa mujer? ¿Por qué te estaba esperando en el callejón?




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