—Nos movemos —ordena Dulce.
Acaricio el cabello de Madeline, dormida sobre mi pecho. Su respiración es tan tranquila que resulta inquietante. Increíble. Al apartar un mechón de su cuello descubro una pequeña línea de lunares en forma de "L".
Un dato nuevo. Sonrío apenas. Ella frunce el ceño, se acurruca más contra mí y luego, poco a poco, abre los ojos. Se incorpora despacio sobre mis piernas, peinando su cabello con los dedos.
—Es hora de irnos, dormilona —murmuro, apoyando mis manos en sus muslos.
—¿Cuánto dormí? —pregunta, mirando alrededor, antes de estirarse y robarme un beso suave en los labios.
—Lo suficiente para la caminata que nos espera.
Le deslizo las manos por los muslos para animarla a levantarse. Ella se pone de pie, estira el cuerpo otra vez, y no puedo evitar sonreír de lado ante la mueca que hace. Cuando se acerca a la mesa, me levanto también y rodeo su cintura desde atrás. Mientras revisa sus municiones, mis dedos recorren su cintura con caricias ligeras.
Su risa baja me obliga a apretarla un poco más contra mí. Subo la mano hasta su cuello, inclinando su cabeza hacia mi pecho. Ella gira el rostro, buscando mi boca, y cedo de inmediato: la beso, atrapando sus labios en un contacto suave que va aumentando la tensión.
Jadea apenas. Mis dedos descienden por su torso hasta rozar el broche de su pantalón. Entonces corta el beso y me mira de una forma que me embriaga.
—¿No dijiste que debíamos irnos? —su voz es casi un susurro.
—Pueden esperar.
Su jadeo breve me enciende. Mis labios siguen atrapados en los suyos mientras deslizo la mano por su torso, bajando con calma hasta llegar al broche de su pantalón. Mi pulgar tantea el metal, pero no me detengo ahí: presiono con suavidad, acariciando sobre la tela, provocando un estremecimiento en su cuerpo.
Suelta un suspiro entrecortado contra mi boca, se arquea apenas, buscando más de mi contacto. Mis dedos trazan círculos lentos, firmes, aumentando la tensión con cada roce. Su respiración se vuelve irregular, y sus manos se aferran a mi camisa como si quisiera impedir que me apartara.
Me pierdo en su mirada, oscura, encendida. Bajo un poco más la presión de mis dedos, el roce más íntimo, y su gemido suave me golpea directo en el pecho. Estoy a punto de deshacer el broche cuando...
—Marcus. —La voz firme de Julia corta el aire como una descarga.
Madeline no se separa del todo, con las mejillas encendidas y la respiración agitada, baja las manos mis brazos aferrándose. Yo cierro los puños, conteniendo la frustración, mientras Julia se apoya en el marco de la puerta, seria.
—Tenemos que irnos ya. —su tono no admite discusión.
Asiento con un leve movimiento y me incorporo. Madeline evita mi mirada, se ajusta la blusa, recoge su fusil y se coloca la mochila. Su rostro ya es el de siempre: sereno, calculador, pero conozco lo suficiente ese brillo en sus ojos para saber que aún tiembla por dentro.
Nos reunimos afuera con Dulce. La luz del amanecer apenas asoma entre los edificios derruidos. El aire huele a metal viejo y humedad. Me coloco la radio en el chaleco, reviso el cargador del arma y doy la señal.
—Centro primero —ordeno—. Si queda algo útil, lo tomamos y seguimos.
El día se había abierto como una herida gris cuando nos pusimos en marcha. Salimos del restaurante y el aire de la calle me pegó en la cara con el olor metálico de la ciudad vieja: aceite, óxido, humedad. Pero cada paso era una negociación con el terreno. No existe "caminar tranquilo" en esta ciudad; todo tiene la posibilidad de romperse en ruido y muerte.
Caminamos en columna cerrada: Dulce al frente marcando el ritmo, yo al lado de Madeline, Julia cubriendo el flanco derecho. Las fachadas de las tiendas pequeñas iban pasando como reliquias: un kiosco con los periódicos doblados, una cafetería con las tazas volteadas, una ferretería con la vidriera hecha añicos. Evitábamos las zonas abiertas como podemos, pegados a las sombras para reducir las posibilidades de que algo nos viera venir.
La caminata hasta el veterinario fue larga a propósito: era una búsqueda de pasos, no una carrera suicida y había que moverse con cabeza, escuchar cada crujido, leer los techos. Avanzábamos por calles secundarias, atajando por callejones donde el asfalto se quebraba en raíces y basura. En cada esquina parábamos, barríamos con la linterna.
En el trayecto pasamos por una plaza pequeña: una fuente seca llena de hojas y grafitis, un banco con la pintura descascarada, Dulce consultó el mapa mentalmente y señaló un pasaje lateral que recortaba dos manzanas; lo tomamos. Las casas allí estaban mejor conservadas, como si alguien hubiese intentado protegerlas al principio del desastre. Fue una decisión acertada: menos tráfico, menos vistas directas al hollín de la avenida.
A mitad de camino, mientras cruzábamos una calle con coches volcados que servían de barricada improvisada, el primer ruido vino: un golpe sordo, metálico, desde un edificio semiabandonado. No era un disparo, más bien una caída de escombros, no paso mucho cuando un quejido, seco y húmedo. Moví la cabeza y vi la sombra: un nivel 1, arrastrando los pies, la cara cubierta de mugre, los ojos sin intención salvo la de acercarse rasgando su piel.
—Al piso —susurré, y la formación se cerró como un puño.
Julia me cubrió el flanco. Madeline se adelantó un paso, pero no para atacar; observaba, calculaba al infectado, era lento pero persistente; no se detendría hasta chocarnos. Le dimos espacio y lo empujamos con ruido mínimo: sonidos controlados, a la cabeza, con un disparo seco lo derribamos sin mayor escándalo, lo tome como un a bienvenida a la mañana. Son pequeños encuentros así los que merman las fuerzas si te descuidas.
Seguimos. La ruta nos llevó por un mercado callejero a medio derrumbar: toldos colgando, tarimas vacías, latas apiladas. Recogimos algunas cosas útiles sin detenernos mucho: una caja de pastillas para el dolor, botellas con agua medio limpias, un rollo de cinta. Dulce hacía cuentas en voz baja; la logística pesa más de lo que parece. Me encargué de atar los paquetes en la mochila y verificar la munición.