—¿Sabes un lugar donde podamos descansar? ¿O si hay más sobrevivientes? —pregunto, aún intentando recuperar el aliento.
—A una cuadra —responde, mirando a ambos lados de la calle antes de seguir caminando—. Escuché que hay un sitio donde reúnen a la gente... dicen que los llevan al Faro.
—¿El Faro? —enarco una ceja, dando un paso más cerca de ella. La curiosidad me puede más que el cansancio—. ¿Qué es eso del Faro?
Desvía la mirada pensando vuelve a girar un poco el rostro, conecta con mi mirada.
—Dicen que es una zona segura. Un punto de control donde todavía hay energía... comida... y médicos.
Dulce carraspea detrás de nosotros, y la distancia que me separa de ella vuelve a hacerse presente. El aire se vuelve más denso, cargado de polvo y ceniza.
—Eso si es que todavía queda alguien vivo allí —murmura Marcus, levantando la mirada hacia el cielo nublado—. Después de lo que vimos hoy, ya nada es seguro.
—Dicen que es seguro; solo hay que ir a la calle Catalina, número 06-10 —asegura ella.
—¿Cómo te llamas y cuántos años tienes? —pregunta Julia, apoyada contra la pared.
—Luna —respira con dificultad— y tengo dieciséis.
—Dulce, Marcus —los presento, señalando a cada uno—. Esa es Julia, y yo soy Madeline.
—Mucho gusto —sonríe Luna, apoyándose en el mostrador con esfuerzo.
—Muy bien, debemos movernos —Dulce indica, y abre el mapa sobre la mesa, repasando las zonas con el dedo.
Me acerco a Luna y me apoyo a su lado, buscando su mirada.
—¿Sabes usar un arma? —pregunto, mientras saco una Glock 34 del muslo. Saco un silenciador y lo enrosco en la pistola antes de ofrecérsela.
Niega con la cabeza. Sus manos tiemblan apenas, el vendaje en su brazo le da un aire frágil que contrasta con la dureza de la situación.
Le pongo la pistola en las manos con calma. El arma pesa, frío y real, y sus dedos se tensan como si sosteniera algo frágil.
—Tranquila —le digo, bajando la voz para que solo nos escuche ella—. Respira conmigo.
Inhalo y exhalo despacio, marcando el ritmo. Luna imita sin darse cuenta; su pecho sube y baja con un temblor que voy calmando con la mirada.
Le acomodo las manos sin brusquedad, ayudándola a encontrar un agarre firme. No le doy órdenes técnicas; le doy lo que necesita en este momento: seguridad.
—Mira al objetivo, no al arma —susurro—. Que todo lo demás se vuelva fondo. Apoya los codos si puedes, y quédate así.
Levanto la vista y señalo un poste al final de la calle, algo que pueda usar de punto fijo sin convertirlo en blanco humano. Luna me observa, los ojos tan grandes que parecen no caber en la cara.
—Cuando estés lista, respira hondo y aprieta sin pensarlo —nurmuro—. No se trata de fuerza, sino de intención.
Ella asiente, mordiendose el labio inferior. Aprieta, y la pistola escupe un sonido corto en medio de la farmacia. No es elegante, pero la bala va donde la miró. Luna se estremece; una mezcla de sorpresa y liberación aparece en su rostro.
—Otra vez —le pido—. Igual que antes. Respira, apunta, aprieta.
La segunda vez su pulso tiembla menos. La tercera, ya hay algo de decisión en su postura. No le he enseñado a disparar como un profesional, pero le he dado lo esencial: calma para no fallar por miedo, y la certeza de que puede hacerlo si hace falta.
—Bien —celebro, devolviéndole la pistola a la funda—. Con eso nos basta por ahora. Mantén la mano cerca, pero no la uses si no es necesario. ¿Entendido?
—Sí —responde ella, más firme—. Gracias.
La miro un segundo más. En sus ojos ya no solo hay temor; hay una chispa que antes no veía. La ciudad sigue siendo un lugar peligroso, pero ahora Luna tiene algo que la conecta a nosotros. Y, por un instante, eso basta.
Miro a Marcus, otros ojos con un brillo que no logro distinguir pero me gusta.
Dulce sigue mirando el mapa sobre la mesa.
—Si vamos a la calle Catalina, debemos salir en cuanto anochezca —repasa las calles con el dedo—. Tenemos menos de dos horas.
Marcus observa por la ventana, atento a cada sombra.
—Haré una pasada por la manzana —anuncia.
Me miro a Luna y busco su mirada.
—No la bajes si cruzamos zonas abiertas —susurro—. Si te tiemblan las manos, apriétala fuerte. No pienses, solo mantente alerta.
Luna asiente con timidez. Tiene manos de niña, pero las cierra con decisión.
—¿Puedo quedarme con esto? —pregunta con voz baja.
—Hasta llegar a nuestro destino—respondo—. Si no la necesitas. Nadie te obligará a usarla.
Julia cruza los brazos y me observa, aunque no dice nada. Dulce guarda el mapa, Marcus da un paso hacia la puerta y sus botas hacen eco en el suelo vacío.
Luna me mira de nuevo. En sus ojos hay una chispa nueva.
—Gracias —susurra.
No hay tiempo para más. Un ruido seco como metal arrastrándose rompe el silencio de la calle, todos nos tensamos, Marcus se adelanta, observando por la ventana, hace una seña para que retrocedemos
—Muévanse —ordena Dulce en voz baja—. Por la parte trasera. Rápido y sin hacer ruido.
Salimos en fila, con Luna pegada a mi lado y la pistola apretada contra su muslo. Afuera, la ciudad nos recibe con su silencio roto y el eco lejano de algo que no debería seguir vivo.
—Debemos movernos rápido —Dulce camina a la cabeza.
Las calles están casi desiertas, iluminadas solo por los tenues faroles que parpadean cada cierto tramo. Marcus y Julia la siguen de cerca, los ojos atentos a cada sombra, a cada esquina. Cada tanto, se detienen un momento frente a un letrero gastado por el tiempo.
—San Martín... —murmura Julia, leyendo el nombre de la calle con una mezcla de curiosidad y precaución. —Solo faltan unas cuadras para llegar.
Dulce asiente sin decir palabra, sus pasos rápidos pero silenciosos. Los letreros pasan uno tras otro: Calle Bolívar, Av. Libertad, Calle Catalina... Cada nombre parece marcar un ritmo, una señal de que se acercan a su destino, pero también aumenta la tensión.