Dulce tira de la mano de Luna, Julia tropieza pero se reincorpora; Marcus empuja a la última por la abertura y por fin todos estamos fuera, jadeando en la calle. El refugio queda atrás, su puerta golpeándose una y otra vez como si quisiera escupirnos de vuelta.
Nos apoyamos en la pared más cercana, hombro con hombro, intentando recomponernos, la adrenalina quema en la garganta y los ojos nos pican por el polvo. Marcus tose, su camisa manchada de sangre seca, pero se ríe con una mezcla de alivio y miedo que casi me quiebra.
Luna tiembla, las manos le sudan, pero no vuelve la vista sus pupilas están dilatadas, Dulce comprueba el cargador de la escopeta con movimientos rápidos y eficientes; Julia revisa si alguien tiene heridas; yo cuento balas en silencio, las cifras me pesan en la lengua.
—Tenemos que alejarnos de aquí —propone Dulce—. La barricada no va a aguantar mucho.
Marcus señala la dirección opuesta.
—Nos vamos de regreso, casi no tenemos balas y la comida es escasa.
Miro al grupo: cansados, sacudidos, pero todavía juntos. A lo lejos, desde el lugar donde dejamos el refugio, se oye un golpe más fuerte: la madera cede un poco y algo choca contra ella. No es solo ruido: es una advertencia.
—Vamos —susurro—. Despacio, sin llamar la atención.
Empezamos a avanzar en fila, pegados a las paredes, pasando por callejones donde las sombras parecen respirar. Cada letrero que cruzamos, Catalina, Bolívar, nos recuerda lo cerca que estamos de un lugar que alguna vez fue normal. El camino hacia la escuela es un hilo fino entre lo que fuimos y lo que queda por venir.
Mientras caminamos, Marcus se detiene un segundo y me mira. Sus ojos buscan respuestas que ninguno de nosotros tiene, pero en esa mirada hay una promesa: resistirán. Siento que algo dentro de mí se aprieta y se suelta al mismo tiempo: miedo, sí, pero también una determinación fría.
Al doblar la esquina, una figura se recorta en la distancia, inmóvil bajo la luz de un poste... ¿una persona? ¿un infectado? El corazón se me encoge. Dulce levanta la mano para indicar silencio.
Avanzamos pegados a las paredes, como sombras que se imitan. Siento el peso de Luna a mi lado; sus manos tiemblan al sujetar mi brazo y cada pequeño sobresalto amenaza con hacerla tropezar. La acerco más, la obligo a medir sus pasos con los míos. No puedo permitir que se desplace sola ahora.
—Cuidado con la baldosa suelta —susurro—. Paso corto, despacio.
El plan es simple: cruzar la escuela lo más rápido posible, sin detenernos, con la esperanza de que lo que sea que ocurriera con los niños no haya salido a las calles. Esa idea, casi imposible, es la cuerda que nos sostiene.
Al doblar la esquina que da al patio, la silueta de la escuela aparece en la penumbra: muros altos, rejas en las ventanas, el portón principal semiabierto como una boca entreabierta. Las ventanas del segundo piso tienen cortinas corridas; algunas lucen tablas. Por un instante todo parece dormido, pero luego, en la distancia, un golpe metálico hace eco y mis músculos se tensan como un arco.
Marcus se agacha junto a la reja y observa. Dulce se sitúa detrás de él, lista para cubrir la retirada. Julia me mira, asintiendo con la cabeza: ahora.
—A tres —murmura Marcus—. Uno... dos...
En el "tres" rompemos la calma. Salimos como una ráfaga: Luna casi tropieza, la sostengo contra mí y la impulsó a seguir. Las zancadas son cortas pero constantes, el jadeo nos muerde la garganta. El patio se abre delante y el frío de la noche golpea la cara como una bofetada. Se oyen pasos detrás, no muchos, pero suficientes para acelerar mi pulso.
La hierba cruje bajo nuestras botas; en el fondo, una sombra se mueve junto a un bloque de baños, demasiado rígida para ser humana. No nos volvemos: la regla ahora es avanzar. Un grito apagado se filtra desde algún aula, un sonido que podría ser de sorpresa o de dolor. Julia da un disparo al aire para ahuyentar a lo que venga y el sonido retumba como un trueno cercano.
Salimos de la escuela como una sombra larga que se deshilacha en la madrugada. Al cerrar la puerta tras nosotros, el ruido se tragó el último chasquido de madera y volvimos a caminar por las calles, pegados a las fachadas como si fuéramos parte de la ciudad misma. Los postes de luz escupían bocanadas de amarillo cansado; a ratos una ráfaga de viento arrastraba papeles y olores viejos que olían a incendio remoto y aceite quemado.
Atravesamos callejones donde las paredes olían a graffiti y humedad, evitando plazas abiertas donde la visibilidad nos dejaba expuestos. Marcus iba al frente, marcando el ritmo; Dulce cerraba la retaguardia, los ojos escaneando ventanas y azoteas. Luna caminaba a mi lado pegada a mí como una sombra temblorosa y yo sentía cada palpitar suyo reflejado en mi pecho.
Al doblar una esquina, el olor a río y humedad se hizo más fuerte. Empezamos a cruzar el río con calma, la corriente no era pasiva, logrando cruzar por la calle se ensanchó y, al fondo, la silueta del puente se recortó contra el cielo pálido. Nos acercamos en fila india; carros abandonados, puertas abiertas, un par de bicicletas oxidadas que alguien dejó tiradas.
Cuando por fin pisamos llegamos a la entrada de la zona C, el viento nos golpeó de frente. Debajo, el río reflejaba fragmentos de la ciudad: zonas quemadas, ventanas sin luz, una estela de basura que flotaba perezosa. Nos detenemos junto a la madera: Marcus apoyó la mano en mi hombro y, por primera vez en horas, respiré sin que el aire me doliera.
—Aquí podemos reagruparnos —menciona Dulce en voz baja—. Revisemos suministros y sigamos antes de que anochezca del todo.
Nos acomodamos detrás de la barricada, conteniendo el aliento para escuchar la ciudad a nuestro alrededor. La noche seguía viva de una manera que no nos beneficiaba, pero por ahora estábamos juntos, en el puente, con el agua abajo y la ciudad detrás.
Cerré la puerta detrás de nosotros con un golpe que me sonó demasiado definitivo. Marcus y yo arrastramos mesas y sillas hasta formar una barricada frente a los ventanales; el crujido de la madera mezclado con mi respiración me recordó lo frágil que era cualquier pared. No quería que me vieran débil, así que me obligué a mover con calma, aunque las piernas me dolieran y mi pulso aún latiera fuerte por la pelea en el refugio.