El mismo procedimiento al entrar: registro, entrega de armas y revisión a los que llegaron; de paso nos revisan a nosotros.
—Vengan, deben pasar por donde la jefe para que se conozcan. —Dulce sonríe mientras camina hacia las escaleras.
Sin protestar, Amelia y Luna me miran. Asiento con seguridad; ellas caminan en el centro. Dulce al frente, Julia y Marta juntas detrás de ella, Marcus y yo al final.
Subimos las escaleras; el sonido pesado de cada paso resuena en el silencio del lugar. Llegaron nuevos, diría que por eso todos están fijos en nosotros. Dulce toca la puerta.
—Adelante.
Dulce abre la puerta, entra y todos entramos detrás de ella. Julia, Marcus y yo nos ordenamos cerca de los estantes; Dulce queda al frente del escritorio donde Agatha está sentada.
—Agatha, estas son las personas que nos encargó. —Dulce se hace a un lado; Agatha los observa de pies a cabeza.
—¿Las dos juntas son? —señala a Luna y a Amelia.
—La chica de pelo rubio se llama Luna, la encontramos cerca de la escuela después del puente —Dulce las presenta —, y la otra, de pelo negro, se la presentará Madeline.
—Es una amiga que me ayudó cuando escapé; le debo la vida. —explico sin titubeos.
—¿Dulce la revisaste? —Agatha la mira.
Antes de que pueda responder, Julia abre la boca solo para decir:
—Con su permiso, Madeline ha estado haciendo lo que le da la gana sin autorización de Dulce.
Voy a arrancarle la lengua.
Volteo la cabeza hacia Agatha, quien me observa mientras espera una respuesta.
—Solo he cuidado al grupo de la mejor manera desde mi punto de vista.
—Para eso asignaron a Dulce; de lo contrario no la hubieran mandado. —Se queja Julia a mi lado.
Aprieto las manos con fuerza hasta sentir cómo se clavan las uñas en mis palmas; el ardor me ayuda a no hacer una locura aquí.
—Si no me necesitan, me retiro. —Camino hacia la puerta.
—Espera —ordena Agatha. Detengo mi paso—. Llévatelas, a las dos, ya que fue tu idea; dale un tour por el lugar y se van a descansar.
Asiento sin mirarlas, abro la puerta, salgo y espero a que salgan. Marcus sale, cierra la puerta y me mira; en sus ojos hay duda pero también orgullo.
—¿Te espero en tu habitación o en la mía? —alza una ceja con una sonrisa divertida.
Las palabras no salen de mi boca; el ardor de querer matar a alguien me consume. Le hago seña de mi habitación. Él asiente y camina hacia allá.
Tomo un respiro y me giro hacia Luna y Amelia, que miran el lugar en cada rincón. Aplaudo despacio para llamar su atención.
—Muy bien, chicas —menciono—. El lugar no es tan grande como parece. Les mostraré el sitio y ya deciden cuál es su favorito.
Las dos asienten, casi al mismo tiempo.
—Comenzamos desde aquí —señalo detrás de mí—: la oficina de la jefa. No entren sin permiso, ni aunque crean que está vacía. No quieren verla molesta. A la derecha, el comedor. Antes de llegar verán unas tiendas; aún no tengo idea de qué venden exactamente, pero si tienen suerte, encontrarán café decente.
Sigo caminando, tacones suaves sobre el suelo de concreto.
—Al frente, más tiendas. La última es el baño de algunos superiores, así que si ven un letrero con candado, no toquen. Y al final del pasillo, ropa, alimentos y municiones. No intenten colarse ahí, los guardias no tienen sentido del humor.
Luna sonríe, nerviosa. Amelia examina cada detalle, como si todo le resultara fascinante. Puedo ver en sus ojos que quiere entender cómo funciona este lugar, y parte de mí quiere decírselo, pero la otra parte sabe que es mejor dejarle la duda.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —pregunta Luna, rompiendo el silencio.
—Yo casi nada.
Pasamos frente al comedor; el olor metálico del aire y el zumbido de las luces me recuerdan que, aunque parezca un refugio, sigue siendo una prisión disfrazada de orden.
Me detengo frente a una puerta más al fondo, una vieja puerta metálica con un candado grueso.
—Y aquí —digo en voz más baja— está el almacén de armas blancas no las dejaran pasar asi que no piredan el tiempo.
Amelia se inclina un poco, intrigada. Luna la toma del brazo para alejarla, y agradezco ese gesto. No quiero tener que explicar nada si algo se sale de control.
Reanudamos la caminata. Me gusta verlas observando todo con esa mezcla de miedo y asombro. Me recuerda la primera vez que yo crucé esos pasillos: sin saber si debía huir o quedarme.
—Por aquí —digo, al llegar a una bifurcación—. El ala norte. Las habitaciones están a ambos lados. Las de la izquierda son más silenciosas; las de la derecha reciben luz por la mañana. Si son de las que necesitan dormir sin interrupciones, escojan la izquierda.
Luna toca una puerta con los dedos, como si el simple contacto le devolviera algo de calma. Amelia abre otra, inspeccionando la cama, la ventana, hasta la textura de las cortinas. Me cruzo de brazos y espero; es curioso cómo los recién llegados creen que elegir una habitación cambia algo.
Ambas me miran.
—Instálense —menciono—. Después les mostraran lo que quieran saber.
Asiento sin protestar. Su tono no deja espacio para opiniones. Luna y Amelia se internan en sus nuevas habitaciones, y el pasillo queda en silencio. Yo solo observo. Porque si hay algo que he aprendido aquí, es que las paredes escuchan más de lo que deberían. Y, mientras las chicas se instalan, me alejo y subo las escaleras.
Cada paso pesa más que el anterior, como si arrastrara algo invisible, algo que me ata. Camino hacia mi habitación. Cerca... no, cerca no es la palabra. Justo frente a la puerta está Julia.
Me cruzo de brazos, observándola en silencio cuando me pregunta.
—¿Qué haces aquí? Esta no es tu habitación, está abajo.
—Espero a Madeline —responde Marcus, con voz cansada.
Julia suspira, con ese tono de superioridad que me revuelve el estómago.
—¿Qué te hizo para que estés como un perro faldero detrás de ella?