El silencio que sigue es tan denso que puedo oír los latidos de su corazón, acompasados con los míos. Su mano se detiene, pero no me suelta. La presión suave en mi brazo se convierte en un pulso constante, como si intentara recordarme que está ahí, que no tengo que huir ni defenderme.
—Ya puedes respirar —aclara, con una sonrisa apenas visible.
Obedezco, y el aire que entra me quema un poco el pecho. Me río, sin querer, porque su calma es tan absurda como necesaria. Él también ríe, bajo, y el sonido rompe lo que quedaba de tensión.
—A veces olvido que todavía sabes sonreír —comenta.
—Y tú qué sabes hacerme enojar —respondo, apartando mi brazo, aunque su calor todavía me sigue.
Marcus niega con la cabeza y se deja caer en la silla frente a la mesa. La carta queda entre nosotros, olvidada por un instante. Yo me siento también más cerca de lo que debería, y cuando su mirada me encuentra, no hay peligro, ni conspiraciones, ni miedo. Solo una tregua honesta.
—¿Sabes qué haría ahora mismo si el mundo no estuviera cayéndose a pedazos? —pregunta.
—¿Qué?
—Dormir. Y comer algo que no sepa a metal —cierra los ojos como si recordara ese sabor.
Marcus me mira con ese brillo travieso que rara vez aparece en sus ojos.
—¿Sabes qué? —dice en voz baja, inclinándose hacia mí—. Tengo una mejor idea.
—¿Ah, sí? —pregunto, desconfiando de inmediato.
—Ven. —Se levanta y me ofrece la mano.
—¿A dónde?
—A cometer una pequeña infracción.
Lo miro unos segundos, intentando decidir si seguirlo o no. Pero hay algo en su sonrisa, esa calma peligrosa mezclada con picardía, que me desarma. Sus dedos rozan los míos, y antes de darme cuenta, ya estoy de pie.
Salimos en silencio del comedor. El pasillo está medio oscuro, y solo el zumbido de las luces viejas acompaña nuestros pasos. Marcus me lleva por una puerta lateral, la de servicio, la que casi nadie usa. La empuja con cuidado, y el olor a pan, especias y gas nos recibe.
La cocina del comedor está vacía, iluminada por la luz amarillenta de una lámpara colgante. Las ollas limpias cuelgan sobre los fogones fríos, y los estantes están llenos de cosas que no deberían estar ahí a esa hora.
—¿Esto es una locura? —susurro, pero ya estoy riendo.
—No, esto es supervivencia —responde, abriendo uno de los armarios. Saca un frasco con mermelada y una hogaza de pan que parece recién hecha.
—¿De verdad estás robando pan? —pregunto, conteniendo la risa.
—Técnicamente, lo estoy rescatando —replica. Me lanza el frasco—. Llévalo tú. Si nos atrapan, diré que fue tu idea.
—Cobarde.
—Realista.
Nos movemos entre las sombras de la cocina como dos ladrones torpes. Marcus abre otra puerta, esta vez una que da a las escaleras de mantenimiento. Sube primero, asegurándose de que nadie los vea, y luego me hace una seña.
—¿Confías en mí? —pregunta desde el primer peldaño.
—No —respondo, pero subo igual.
Las escaleras son estrechas y huelen a metal y polvo. Cada paso hace eco, y por un segundo, temo que alguien escuche. Pero cuando llegamos arriba, el aire cambia.
La azotea.
El cielo está despejado, con una luna inmensa colgando sobre los edificios. La ciudad parece dormida, y el viento frío despeina mi cabello. Marcus deja el pan sobre una caja y se sienta en el borde, mirando el horizonte.
—Vale la pena, ¿no? —dice, sin mirarme.
—Sí —susurro, dejando la mermelada a su lado.
Nos sentamos juntos, compartiendo el pan entre risas y silencio. A veces él dice algo tonto, yo lo contradigo, y todo parece tan simple que por un momento olvido lo que hay abajo: la carta, las amenazas, el miedo.
El viento se lleva mis palabras cuando murmuro.
—Podríamos quedarnos aquí un rato.
Marcus me mira, los ojos brillando con la luz de la luna.
—Por mí, que el mundo espere.
Y ahí, entre la mermelada robada y el rumor de la ciudad dormida, el peligro parece lejano. Solo quedan nuestras risas, la calma y el leve roce de su hombro contra el mío, como una promesa silenciosa de que todavía hay cosas buenas que valen la pena robarle al caos.
El silencio en la azotea se rompe con un ruido metálico abajo. Primero un portazo. Luego una voz.
—¿Quién anda ahí arriba?
Marcus y yo nos miramos, congelados.
—Dios... —murmuro, bajando el frasco de mermelada.
—Tranquila —murmura él, poniéndose de pie—. Sígueme.
La puerta de la azotea se abre con un chirrido. La luz del pasillo corta la oscuridad y revela una sombra. Un guardia.
—¡Eh! ¡Ustedes! —grita.
Marcus me toma de la mano sin dudarlo.
—Corre.
No hay tiempo para pensar. Corremos entre los tubos oxidados y los tanques de agua, bajando por las escaleras laterales. Mis botas resbalan un poco, pero él me sujeta firme. El viento me golpea la cara, y puedo oír nuestras risas entremezcladas con los pasos apresurados del guardia.
—Marcus, porque nos escondemos por robar algo de pan. —susurro entre jadeos.
—Te dije que era una infracción menor —contesta riendo, sin soltarme la mano.
Bajamos hasta el segundo piso. Marcus se detiene frente a un pasillo estrecho y oscuro. Se escucha el eco de botas subiendo detrás de nosotros.
—Por aquí. —T'ira de mí.
Entramos en el corredor que lleva a las habitaciones del personal. El olor a madera vieja y polvo lo llena todo. Dobla a la derecha y abre una puerta sin pensarlo. Me empuja suavemente dentro y la cierra, conteniendo la respiración.
Afuera, los pasos se acercan, luego se alejan.
Por un momento, el mundo se queda quieto. Solo el sonido de mi respiración entrecortada y el suyo llenan el cuarto.
—¿Estamos... a salvo? —pregunto, todavía sin aliento.
Marcus asiente, con una sonrisa ladeada.'
—Por ahora. —Se pasa la mano por el cabello y se deja caer contra la puerta—. No pensé que me seguirías tan rápido.
—No pensé que fueras tan malo planeando fugas —respondo, riendo, intentando recuperar el aire.