Efecto Cura

Capítulo 52♤

Madeline.

El sonido metálico de las cadenas se mezcla con los gruñidos húmedos que resuenan en la oscuridad mas el olor horrible como a carne podrida, no sé cuánto tiempo llevo aquí, pero el dolor punzante en mi cabeza me recuerda que sigo viva y algunas voces lejanas se apagan una a una hasta que solo queda el eco del silencio y el arrastre irregular de pies sobre el suelo.

Intento moverme, pero el roce de la cuerda quema mi piel, por loq eu me confirma que estoy atada a una silla con las muñecas apretadas detrás del respaldo y los tobillos inmóviles. La madera cruje cada vez que intento liberarme, y temo que ese sonido atraiga más de lo que ya tengo encima. Deslizo una esquina de la venda en mis ojos con el hombro dejandome la vista algo borrosa pero unos segundos después logro ver el lugar.

El aire está cargado de un hedor espeso, mezcla de sangre vieja, óxido y humedad. El lugar parece un almacén abandonado: paredes manchadas, tejas desprendidas, y una ventana tapiada por donde se cuela apenas una línea de luz muerta.

Y ellos... están aquí.

Puedo verlos, seis en total. Tres detrás de mí, uno a cada lado y otro justo al frente sus cuerpos se mueven con torpeza, como si cada músculo recordara vagamente cómo ser humano. Son de nivel dos: más lentos, pero conscientes. Lo suficiente como para olerme, para saber que no soy uno de ellos.

Uno suelta un gruñido bajo, húmedo, y el sonido me revuelve el estómago. La sombra de su silueta se estira en el suelo, acercándose poco a poco. Siento el corazón golpearme el pecho, el sudor mezclarse con el polvo, la cuerda clavarse aún más.

No puedo gritar, no puedo moverme, solo pensar, solo esperar o ver como salir de aqui, recordando que traigo la navaja en el body.

Intento alcanzar la navaja cuando lo iba a sacar unos pasos cerca me obligan a dejar las manos quietas pero los pasos se detienen en medio de las escaleras, dejando ver que es una mujer con unas botas negras.

—Si no me sueltas, veras de lo que soy capaz. —gruñi.

No dice nada, se queda en silencio pero el ambiente se carga con una risa baja de ella.

—¡Qué es lo que quieres de mí!

Lo que llama más la atencion de los infectados hacia mi, el hedor es insoportable pero no me iba a dejar vencer.

—Sé de lo que eres capaz...—termina de bajar las escaleras, se detiene con las manos en las espaldas y sonrie—. Hija.

El sonido de su voz me paraliza. Esa cadencia, ese tono que me hacía sentir segura cuando era niña... imposible olvidarlo. No puede ser. Mi mente lo rechaza, pero mi cuerpo la reconoce antes que yo.

—No... —murmuro, negando con la cabeza—. No eres tú. No puedes ser tú.

Ella sonríe, una sonrisa rota, casi humana. Da un paso más, y la luz que se cuela desde la escalera roza su rostro. Las cicatrices, los ojos enrojecidos la piel marcada como si el fuego hubiera intentado borrarla y no lo consiguió.

—Te mentirían si te dijeran que morí —afirma con calma—. Pero morí para el mundo, sí... y tú también lo harás si sigues aquí.

Las palabras me atraviesan como un golpe. Los infectados se mueven alrededor, murmurando entre gruñidos bajos, impacientes. Ella ni siquiera los mira; su presencia los domina.

Intento apartar la vista, luchar contra la cuerda, pero la garganta me quema de rabia.

—¿Dónde estabas cuando todo se vino abajo? ¿Cuando me quedé sola? —escupo las palabras como cuchillos.

Ella suspira.

—Observándote. Esperando que sobrevivieras. No podía intervenir... no hasta que él te encontrara.

—¿Él? —pregunto, confundida.

No responde. Se inclina, toma mi rostro con una mano fría, helada, y por un segundo veo ternura en sus ojos. La misma ternura que recordaba de niña.
Pero detrás de ella... hay algo más. Algo oscuro, inmenso, como una sombra que la habita.

—No sabes lo que te hicieron, Madeline —susurra—. Pero lo sabrás muy pronto.

La presion de las cuerdas se afloja de repente, sin que ella la toque, los infectados retroceden, obedeciendo a algo invisible. El corazón me late tan rápido que apenas puedo respirar.

Frente a mí, mi madre, a la mujer que creí muerta, me sonríe con una mezcla de amor y amenaza.

—Ven conmigo —propone—. O deja que ellos terminen lo que yo empecé.

—No—la palabra se me escapa entre dientes, temblorosa, pero firme—. No voy a ir contigo.

Mi madre se detiene, aún frente a mí, como si mis palabras la hubieran congelado. Por un segundo, su expresión parece dolerle, pero enseguida esa sombra que la rodea la cubre de nuevo.

—Madeline, querida... —su voz suena más baja, casi un susurro que vibra en el aire—. No tienes idea de lo que dices.

—Lo sé perfectamente —respondo, intentando mantener la mirada firme—. No confío en ti. Ni en lo que sea que te haya convertido en esto.

Un silencio denso se apodera del lugar. Los infectados, quietos, observan. El aire huele a hierro y descomposición, y sin embargo, lo único que escucho es el sonido de nuestras respiraciones enfrentadas.

Ella sonríe, pero ya no hay dulzura en su gesto.
—Siempre tan testaruda... igual que él apesar de destestarlo saliste a el.

Da un paso atrás con las manos en la espalda.

—¿Será cierto eso de que las primeras hijas salen al padre.

Las sombras parecen envolverla con cada movimiento, como si el lugar mismo la reclamara, cuando está a punto de desaparecer en la penumbra, se gira una última vez hacia mí.

—Entonces haz lo que quieras, pero... —su voz se vuelve fría, distante—. Busca a tu hermana.

Mi cuerpo se tensa.

—Esta mas cerca de lo que crees.

—¿Qué dijiste?

El eco de sus botas se pierde entre las escaleras, y el silencio vuelve a ocuparlo todo.

Los infectados, desorientados, comienzan a moverse otra vez, pero sin rumbo. La cuerda que me retenía cae al suelo como si nunca hubiera tenido fuerza.




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