Efecto Cura

Capítulo 53♤

Estoy en la zona D. Mierda... estoy demasiado lejos del centro.

El silencio aquí pesa distinto; no hay sirenas, no hay motores, solo el murmullo del viento arrastrando polvo y el lejano rugido del agua. Camino entre calles vacías, los postes torcidos, los carteles comidos por el moho. El suelo está húmedo, huele a óxido y a miedo viejo mas los pasos que doy hace eco, y eso no me gusta.

Doblo una esquina y el aire cambia: el olor a agua me golpea de frente. Sigo caminando, bajando por una pendiente rota, y ahí está el río, oscuro, ancho, cubierto de neblina. Y más adelante... el puente.

O lo que queda de él.

A mitad se hunde en el agua, las vigas dobladas como huesos rotos, los cables colgando y balanceándose con el viento. El otro extremo parece firme, pero está lejos. Muy lejos.

—Perfecto... —murmuro.

Miro alrededor buscando otra ruta, pero no hay más que ruinas. Edificios derrumbados, autos volcados, y el sonido de algo que se arrastra río abajo y no puedo, no tengo tiempo que perder.

Guardo la pistola en la parte de atras de mi pantalón con cuidado para no perderla. El agua no promete nada bueno, pero no tengo otra opción. Me lanzo.

El golpe del agua me corta el aliento, está helada, espesa, huele a hierro y desecho. Nado con fuerza, los músculos ardiendo, los escombros rozándome las piernas. Escucho el ruido de algo golpeando las vigas, pero no me detengo. Solo sigo, contando las brazadas, enfocada en el otro extremo.

Cuando por fin logro agarrarme de una estructura de metal y subir, jadeo. Mis brazos tiemblan, el aire me arde en los pulmones, pero estoy viva.

—Zona D, fuera del mapa... —susurro—. Y ahora, directo al infierno.

Me pongo de pie, escurriendo agua, miro el horizonte oscuro del otro lado del río: luces lejanas, débiles, tal vez del centro. Y empiezo a caminar otra vez.

Camino. Y camino. No sé cuánto tiempo llevo haciéndolo, pero cada paso se siente como si el suelo me absorbiera. La humedad me llega hasta los huesos y el silencio me pesa en los oídos. La ropa sigue mojada por el río, pegándose a mi piel fría, y cada movimiento me recuerda el cansancio que intento ignorar.

El aire cambia a medida que avanzo. Huele a óxido, a gas viejo, a carne muerta. Estoy entrando a la zona C, y lo sé porque los edificios empiezan a volverse más altos, los anuncios medio quemados todavía muestran letras que el viento no ha podido borrar. Este lugar alguna vez fue una zona comercial: farmacias, restaurantes, tiendas. Ahora solo son cascarones huecos.

Me detengo frente a un restaurante con el letrero medio colgando. "Don Marino – Parrillada familiar". Las letras están llenas de polvo y ceniza. Las ventanas rotas dejan ver mesas volcadas y manchas secas en el suelo. Tal vez encuentre comida... o municiones.

Respiro hondo, reviso el cargador. Quedan cinco balas. Cinco. Aprieto la mandíbula, empujo la puerta y entro.

El sonido de la bisagra oxidada me eriza la piel. Adentro, el aire es más denso, caliente. Huelo algo rancio, una mezcla de sangre seca y carne en descomposición. Camino despacio, la pistola por delante, la linterna encendida apenas lo suficiente para distinguir formas.

Las sillas están apiladas contra la pared, las mesas llenas de platos rotos y botellas vacías. El suelo está cubierto de papeles, trapos y huellas de zapatos viejos. Pero hay algo más... un arrastre reciente. Alguien o algo pasó por aquí.

Me agacho tras una barra, reviso los cajones. Un cuchillo de cocina oxidado, nada útil. Sigo buscando. Encuentro una caja de cartuchos vacía y un encendedor que todavía funciona, lo guardo en mi bolsillo.

Entonces lo oigo.

Un gemido bajo, ronco, seguido de un sonido húmedo. No es un nivel dos... es más profundo, más irregular. Mi cuerpo se tensa de inmediato. El silencio vuelve, y en él, el arrastre vuelve a sonar. Paso lento, pesado. Y el olor. Dios... ese olor. Me muevo despacio hacia una columna, intentando ver sin hacer ruido. Entre las sombras, lo distingo: un cuerpo grande, encorvado, cubierto de placas endurecidas, la piel gris y resquebrajada. Las venas hinchadas recorren su cuello hasta la mandíbula abierta en dos. Un infectado nivel tres.

Trago saliva. Si me detecta, no hay escapatoria.

Pero antes de que pueda pensar una ruta de salida, escucho otro ruido detrás. Pasos, varios, arrastrándose rápido. Giro apenas la cabeza y distingo figuras tambaleantes entrando por la puerta rota. Cinco de nivel dos.

—Mierda... —susurro, casi sin aire.

No tengo salida por atrás, la cocina está cerrada con escombros. Solo me queda el frente, y ellos bloquean la puerta.

El nivel tres levanta la cabeza de golpe, olfateando. Un rugido bajo le sale del pecho. Y en ese instante, los cinco nivel dos lo imitan, gruñendo, torcidos, con las pupilas dilatadas y los dientes amarillos. Me descubrieron.

Aprieto el gatillo, el primer tiro impacta directo en el pecho del más cercano, lo tumba, pero sigue moviéndose. El segundo le da en la cabeza y lo deja inmóvil. Los demás se abalanzan como una ola.

Retrocedo, disparo dos veces más. Uno cae, otro tropieza sobre una mesa, rompiendo los platos. El ruido retumba en todo el lugar.

El nivel tres se enfurece. Lanza un rugido que hace vibrar las paredes y carga hacia mí, arrancando una mesa del suelo con una sola mano.

Disparo mi última bala. Impacta en su hombro, pero no se detiene. Click. Vacío.

—¡No, no, no! —intento recargar, pero las manos me tiemblan por el frio.

El cargador cae al suelo. Retrocedo tropezando con una silla, la empujo para ganar unos segundos, pero los infectados me acorralan. Uno me agarra del brazo, le clavo el cuchillo en el cuello, lo giro y cae, echando sangre espesa.

El nivel tres me alcanza, lanza un golpe con el brazo y me lanza contra la pared. El impacto me saca el aire, la pistola cae lejos. Intento arrastrarme hacia ella, pero un nivel dos me cae encima. Su aliento me golpea la cara, caliente, fétido. Tiene los ojos completamente negros.




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