Amelia
—Ya verán, miserables hijos de puta —Madeline sigue pateando a los hombres, su cuerpo entero hecho furia, intentando zafarse de las ataduras.
—¡Deja de moverte, maldita sea! —gruñe uno de los sujetos, frustrado. Las máscaras distorsionan las voces, un buen detalle: ni siquiera podemos reconocer quién es quién.
Madeline parece obedecer por un momento, solo unos segundos lo suficiente para que todos crean que se ha rendido cuando levanta la pierna derecha y le da una patada brutal al hombre entre las piernas.
—A mí nadie me da órdenes —escupe, con una sonrisa rabiosa.
El sujeto se dobla del dolor, gimiendo, la mano apretada contra el arma. Le apunta, enfurecido.
Pero yo le sujeto la muñeca antes de que dispare.
—¿Qué te pasa? ¡Suéltame! —gruñe, intentando liberarse.
—No la quieren herida —ordeno con frialdad, soltándolo de golpe.
El hombre a mi lado asiente, respaldando mi orden.
—Uy... mandaron a callar al novato bastardo —Madeline se burla, sonriendo con sangre seca en el labio.
El soldado baja el arma, humillado, y guarda silencio. Yo solo la observo por el espejo retrovisor del vehículo.
Sigue peleando, sigue mirando con odio... pero también con vida. Y eso, de alguna forma, me tranquiliza.
El camino se vuelve más áspero mientras las camionetas avanzan. Los gruñidos comienzan a escucharse mucho antes de que se vea el edificio. Primero los nivel 1, los más débiles: chillidos secos, confusos tal vez los nivel 2, gruñidos roncos, húmedos, como si el aire les quemara los pulmones.
Cuando llegamos al perímetro, los nivel 3 y 4 rugen desde jaulas que apenas resisten su fuerza.
El sonido atraviesa el metal del camión y hace vibrar el piso.
—Cállense, malditos monstruos —gruñe uno de los soldados, golpeando el techo.
Pero no se callan. Gritan más fuerte, como si sintieran el olor de la sangre... o el de ella.
El vehículo se detiene. Un portón gigantesco se abre lentamente, mostrando una estructura gris, imponente, tan alta que parece tocar el cielo. El edificio tiene muros reforzados con acero y concreto, alambres eléctricos y torres con francotiradores vigilando desde arriba.
Las puertas del camión se abren y el aire del lugar golpea seco, cargado de polvo, cloro y hierro.
—Bienvenidos al Nivel Omega —responde uno de los hombres, abriendo el paso.
Camino detrás de ellos, sin pronunciar palabra, mientras cargan a Madeline. Su cuerpo se mueve, todavía tenso, aún con esa rabia viva en los ojos aunque la droga siga adormeciéndola.
Las puertas de seguridad se cierran detrás de nosotros, con un sonido que parece un disparo ahogado. En ese instante sé que cruzamos una línea sin retorno.
El pasillo huele a metal frío y alcohol, cada paso que doy me recuerda por qué no puedo revelarme todavía: no quiero que me vean, no quiero que arriesguen nada. Pero el hombre que me espera tras el escritorio tiene la misma forma de fruncir el ceño que vi en las viejas fotografías, la misma arruga al lado del ojo que mi madre comentaba en sus cartas.
Hombre de caracter fuerte, algunas canas en su cabello aun negro, con camisa y bata blanca con unos y en el hombro su nombre Noel Draven.
Mi padre. Está ahí, trajeado y autoritario, y no me reconoce.
Me detengo en la puerta, repaso la mentira en la garganta y entro con la compostura que me piden y el levanta la vista sin sorprenderse, como si esperara a cualquiera en su silla de acero.
—¿Está asegurada? —pregunta sin levantar del todo la mirada de la pantalla.
—Sí, señor —respondo con la voz que he practicado mil veces—. Sedada, estabilizada. Bajo vigilancia.
Asiente, teclea algo y me observa por primera vez con atención, como si midiera la fiabilidad en mi cara. Tiene ojos duros, de quien ha pasado noches sin dormir por el peso de una institución y su voz es grave.
—Espero que esta vez no repitamos los errores de la fase anterior —Ordena—. No puede filtrarse nada. Ni una nota, ni un rumor. Entiendo que la prioridad es el protocolo.
Un hilo de nostalgia me atraviesa; esa frase la escuché antes en otra casa, con otra luz. Me obligo a respirar y escondo la reacción con una inclinación leve de cabeza.
—Entendido —contesto—. No habrá filtraciones.
Cuando se levanta para seguir con otros asuntos, algo en su andar me detiene. Es el paso de un hombre que ha visto demasiado. Por un segundo toda la ferocidad de mi entrenamiento choca con la ternura que me provoca su presencia. Podría gritar, correr hacia él y deshacer la mentira, pero eso sería destruirlo todo.
—Recuerde su papel —añade de pronto, sin mirarme—. Nadie debe saber quién es usted realmente.
Su tono no es una orden; es una advertencia personal. Asiento otra vez y salgo del despacho con la tarjeta de acceso en el bolsillo, suplicando que mi voz no delate la verdad. El corazón me golpea contra las costillas.
Tomo el corredor que lleva a las celdas con pasos medidos. Las cámaras giran, los guardias pasan y yo esquivo sus miradas. Del otro lado del vidrio, Madeline respira. La veo, por fin: herida, fuerte, viva. Quiero correr, abrazarla, decirle que no está sola... pero primero debo entrar.
Me detengo frente a la puerta blindada. Introduzco la tarjeta robada y espero. El pitido suena. Verde por un instante. Después, rojo. Autorización denegada. Mi pecho se encoge.
Maldigo en silencio y pruebo otra secuencia, un truco que aprendí en los días que pasé memorizando rutas y protocolos. El panel emite un bip diferente, pero vuelve al rojo. Peligro. Cerrado.
Justo en ese momento escucho pasos. Dos guardias doblan la esquina con el rostro serio.
—¿Qué haces aquí? —pregunta uno, sin disimular la desconfianza.
Me enderezo, pongo la cara que esperan de una subordinada.
—Orden del supervisor. Me enviaron a verificar constantes del sujeto M.R –01 —miento sin vacilar.