Efecto Cura

Capítulo 60♤

Madeline.

Maldita mareo. El mundo me da vueltas y las balas me devuelven al suelo como un recordatorio: esto no va a ser fácil. La pistola arde en mi mano cuando Amelia me la lanza; la sujeté como si fuera la única verdad que me queda.

Nos ponemos en pie, ella busca la salida y yo lo intento aunque con los ojos todavía nublados, cuando una voz corta el aire, una fría, distinta, que me acuchilla por dentro.

—¡Deténganse! —La orden deja temblando mis entrañas porque la conozco, porque la llevo escuchando en ecos desde que era niña—. Hijas, por favor, esto es pérdida de tiempo y de mi equipo.

Mi cuerpo se paraliza medio segundo. La palabra cala más hondo que un disparo: hijas. Giro la cabeza y lo veo a él, a mi padre, al hombre que también creía muerto o eso me hizo crecer, lo que me dijo mi madre ahora viva. La incredulidad me quema la garganta.

—¿Hijas? —tartamudeo, sin creerlo.

Amelia no levanta la vista. La veo morderse el labio, mirar al suelo con una costra de tristeza que no consigue ocultar.

—Somos hermanas —Balbucea en voz baja, como si explicarlo fuera una condena—. Pero antes de explicarte, tengo que sacarte de aquí.

Mi mano aprieta la pistola con más fuerza. Todo suena distante; sólo su voz llega clara.

—Maddy, tienes algo que me pertenece —mi padre exige, la frase una sentencia, y la vibra de autoridad lo hace sonar como si fuera imposible discutir.

La rabia me sube por la garganta.cargada de preguntas que debería gritar pero se quedan ahí.

«¿Mío? ¿Tuyo? ¿Qué mierda te pertenece?»

Quise soltarlo, gritarle que todo esto es monstruosidad, que no soy propiedad de nadie era su hija pero la respiración de Amelia a mi lado me recuerda que no puedo ser estúpida. Aunque no tenia ni idea de que era lo que le pertenecía.

—No te lo daré —escupo, sin pensar en lo que pueda pasar después—. No eres dueño de nadie.

El paso del tiempo se vuelve un suspiro. Él no reacciona con furia al instante: me mira con una mezcla con algo entre orgullo y frustración en sus ojos la crueldad que un científico puede justificar como "progreso", detrás de él, soldados se tensan con órdenes en los labios.

Entonces Amelia hace lo imposible, se quita la máscara que traía, se endereza y lo mira a los ojos. Su voz se rompe, pero no flaquea.

—Papá —susurra, su voz sale con una mezcla de tristeza y felicidad—. Soy yo.

—Ya lo se, me crees tan estupido. —lo escucho suspirar mientras aparece un silencio. El aire se congela, asomo la cabeza. Él la mira como quien contempla un fantasma. Por primera vez, su gesto pierde la seguridad, la coraza se resquebraja. Veo el conflicto pasar por su rostro: el jefe que toma decisiones, el hombre que fue padre.

Pero donde hay figura aparece la serpiente: Agatha. Su figura recorta la luz detrás de mi padre, su sonrisa es una cuchilla. Se acerca como quien entra a recoger el fruto ya maduro.

—No juegue con sentimentalismos —expresa Agatha, y su voz cae como lluvia ácida, agarra el antebrazo de mi padre—. Aquí tenemos protocolos, esta es tu nueva familia.

Mi padre traga, intenta recomponer la orden, pero la duda ya está plantada. Eso, un segundo de vacilación, es todo lo que necesitamos.

—¡Ahora! —ruge Agatha.

El grito queda suspendido como un mal presagio, por un segundo espero que la jauría se lance, pero no ocurre. Veo cómo los soldados titubean, miran a su alrededor, buscando una orden que se sienta tan afilada como la suya. Entonces mi padre da un paso adelante, entonces su mano, firme y pesada, cae sobre el hombro del comandante más cercano como una barrera física y simbólica. La sorpresa se dibuja en los rostros enmascarados; la cadena de mando se resquebraja Agatha cruza los brazos y su sonrisa se convierte en una mueca estrecha, calculadora.

Respiro hondo, sabiendo que el momento dura poco. Mi garganta arde y no puedo contenerlo:

—Sabía que por algo no me caías bien —escupo, directa, las palabras como piedras lanzadas a su máscara—. Siempre supe que detrás de tu sonrisa había veneno.

Agatha me mira como si le hubiera hecho cosquillas en una llaga. Su mirada me atraviesa con desprecio, pero detrás hay algo más: cálculo, ira contenida, una promesa de no olvidar.

Mi padre me observa un instante, en sus ojos sigue esa mirada de orgullo y esa distancia que ha tenido siempre. No se disculpa, no me reprende, solo me aguanta la mirada como quien mide la consecuencia de cada acto.

El silencio se hace tan espeso que puedo escuchar mi propia respiración entrecortada. Mi padre da un paso al frente, la mirada suave, casi paternal. Esa calma me inquieta más que todas las órdenes que ha gritado hoy.

—Madeline... —su voz suena cansada, casi humana—. No quiero hacerte daño. Esto... nunca debió llegar a este punto.

Amelia y yo intercambiamos una mirada. Hay algo en su tono que no encaja. Lo reconozco demasiado bien: es la voz que usaba cuando prometía cosas que nunca cumplía.

—¿Y qué punto es ese? —le respondo, fría—. ¿Usarnos como tus cobayas?

Él suspira, finge dolor.

—Tú no entiendes, hija. Todo lo que hice fue para protegerte... para mantener vivo el legado de tu madre.

Su nombre me atraviesa como una aguja.

—No uses a mamá para justificar tus crímenes.

Su sonrisa se dobla, y por un segundo, el monstruo detrás del hombre asoma.

—Tu madre era brillante. Pero débil, siempre se negó a ver el potencial de lo que teníamos— titubea como quien ha contenido tales palabras—. Tú... tú eres diferente. Tú puedes perfeccionarlo.

Amelia da un paso adelante, la rabia brillándole en los ojos.

—¿Perfeccionarlo? ¡La destruiste! ¡Nos destruiste a las dos!

Mi padre la observa, y de pronto, algo cambia en su mirada, demasiada tranquilidad y demasiado calculador.

—No —murmura un susurro que me hiela la sangre—. A veces, para que algo evolucione, hay que eliminar lo que lo frena.




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