Efecto Cura

Capítulo 62♤

Amelia.

El sangrado no quiere parar. Cada vez que respiro, siento el fuego bajo la piel, justo en el costado derecho aunque las balas no perforaron tanto, pero sigue allí, anclada entre músculo y rabia.

—Mierda... —murmuro, apretando los dientes. Me dejo caer detrás de unos arbustos, el aire está cargado de humo y tierra. No puedo quedarme aquí mucho tiempo, pero necesito detener el sangrado y estoy demasiado lejos de Marcus, y llegar caminando sería un suicidio.

Respiro hondo, lo bueno es que conozco el terreno y las instalaciones, las mismas donde me crié. Saco una navaja del bolsillo lateral de mi pantalón, la limpio con un trapo y me muerdo el borde de la manga. Sin pensarlo más, presiono. El metal arde al contacto, un dolor agudo, desgarrador, recorre todo mi cuerpo. Mis dedos se aferran al suelo húmedo, mis uñas clavan la tierra.

El ruido sordo del metal chocando con la bala me da una idea de dónde está, empiezo a empujo un poco más, cuando la sangre brota tibia, espesa, hasta que por fin la siento moverse. Tiro. El mundo se apaga un segundo. Todo se vuelve blanco. Y luego... el sonido de la bala cayendo al suelo.

Respiro entrecortada. Agradezco en silencio que el traje haya detenido parte del impacto. Si no... estaría muerta. Con un trozo de tela rasgado de mi camiseta, limpio la herida como puedo. El ardor es insoportable, pero lo prefiero al entumecimiento de la muerte. Presiono con fuerza, detengo el sangrado. Cada latido late contra mis dedos, recordándome que sigo viva.

Me apoyo contra un árbol, dejo que la cabeza repose en el tronco. El cielo está cubierto de nubes grises, el aire huele a hierro. Suspiro, largo, profundo.

Cuando aparto la mano de la herida, mis dedos rozan una vieja cicatriz, justo en el mismo costado, el mismo lugar donde Madeline tiene la suya, prueba de que ambas pasamos este infiernos juntas.

La recorro con el pulgar, como si el contacto me uniera de nuevo a ella, como si esa línea en la piel fuera una promesa que seguimos compartiendo incluso separadas.

—Aguanta, Maddy... —susurro, mirando hacia el horizonte—. No te me mueras ahora.

Tomo aire, me pongo de pie, tambaleante. Todavía duele, pero el dolor es lo único que me mantiene firme. A lo lejos, el complejo asoma entre la niebla y las luces intermitentes de vigilancia. Mi hogar. Mi prisión. Y esta vez... no pienso entrar como hija, sino como enemiga.

El suelo todavía estaba húmedo por la lluvia y la sangre. Me levanto con esfuerzo, apretando la mano contra el costado. El vendaje improvisado aguantaba, aunque cada paso me recordaba que la bala no había salido del todo limpia. Tenía que moverme antes de que me rastrearan.

El bosque se extendía frente a mí, oscuro y lleno de murmullos eléctricos. A lo lejos, las luces del complejo parpadeaban, frías, mecánicas, observando. Bajé el ritmo de mi respiración, manteniendo la calma. Conocía el patrón de los focos, el recorrido de los drones y los guardias. Había crecido aquí; este era mi infierno y mi mapa.

Me moví entre los árboles, aprovechando cada sombra. Un guardia cruzó a pocos metros, el sonido de su radio casi rozándome los oídos. Me quedé quieta, agachada tras una roca. Conté sus pasos. Cinco a la izquierda. Tres de regreso. Silencio. Cuando giró la esquina, avanzo.

Cada cámara tenía un punto ciego, un ángulo muerto que solo conocía quien había estado dentro y para su desgracia, lo conocía todo. Corrí agachada hasta el muro perimetral. Una de las torres tenía el cableado expuesto, una falla que recordaba desde niña. Saco la navaja pequeña y la meto entre los conductos, provocando un pequeño corto. Las luces de la zona se apagaron por unos segundos, el tiempo justo para pasar.

Cruzando el muro, sentí que el aire cambiaba. Ya estaba dentro del terreno restringido, y el ruido de motores lejanos me hizo detenerme. A la derecha, entre dos hangares, vi un grupo de vehículos aparcados. Y entre ellos, una moto de cuatro ruedas, una Yamaha oscura, lista para huir o cazar.

Me acerco despacio, mirando por encima del hombro. Dos soldados hablaban cerca de la entrada del almacén, pero estaban distraídos. Me moví como un reflejo, sin pensar.

Subo a la moto y giré el contacto. El motor respondió con un rugido grave que estremeció el silencio del bosque, me pongo el casco sin perder un segundo, la pongo en primera y salí disparada sobre mi corcel de cuatro ruedas, dejando una estela de polvo a mi paso. Era yo contra la montaña, y la moto era mi único aliada.

El viento helado me golpeaba la cara, arrancándome la respiración. La herida ardía, pero no solté el manubrio. Aceleré más. Las luces del complejo se hacían pequeñas detrás de mí, y con cada metro que avanzaba sentía la adrenalina reemplazar el dolor.

—Aguanta, Madeline —susurré entre dientes, apretando el acelerador hasta el fondo—. Te sacaré de ahí aunque me cueste la vida.

El rugido del motor era lo único que escuchaba, profundo y constante, como un corazón mecánico que latía junto al mío. El viento me golpeaba con furia, arrancándome el aire del pecho, pero no iba a soltar el acelerador. No ahora.

El camino era una serpiente de tierra y raíces. Los neumáticos patinaban, salpicando lodo, pero mantuve el control. En el retrovisor, tres luces aparecieron, moviéndose rápido, acercándose como depredadores.

—Mierda... —susurré, inclinándome hacia adelante.

Apreté más el acelerador. La moto rugió, vibrando bajo mis piernas como si entendiera que era cuestión de vida o muerte. Detrás, escuché la radio de uno de los guardias gritar algo entre interferencias.

—¡Unidad tres, tenemos visual! ¡Repito, objetivo en movimiento!

No me giré. Solo respiré hondo y calculé la curva que venía. Sabía lo que había más adelante: una vieja bajada hacia la carretera olvidada, justo antes del pueblo. Si tomaba el ángulo correcto, podría perderlos entre el polvo y las ramas.




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