Madeline.
La cabeza me va a estallar, los electroshocks debilitaron mi cuerpo hasta el punto de sentir que los huesos crujen por dentro. Estoy de pie, con las muñecas encadenadas por encima de mí; cada segundo colgando es una tortura que quema los músculos y desgarra la piel.
Apenas puedo abrir los ojos. La luz blanca del laboratorio se clava como agujas en mis párpados. Escucho pasos. Puertas que se abren. Sus voces.
Los enfermeros entran primero, moviéndose como sombras sin rostro. Detrás de ellos, mi padre... y esa maldita Agatha, con esa sonrisa que parece disfrutar cada segundo de mi miseria.
—Aún resiste... —comenta ella, casi divertida.
Mi padre no responde, solo asiente, observándome como si yo fuera una pieza defectuosa de un experimento que salió mal.
Su risa, suave y burlona, me atraviesa como una cuchilla, quiero gritar, quiero romper las cadenas. quiero matarlos a ambos, pero mi cuerpo ya no responde.
Debo salir de aquí.
Es lo único que pasa por mi cabeza cuando siento la aguja hundirse en mi brazo. Un líquido frío se desliza por mis venas, rápido, implacable. El mundo empieza a doblarse, las luces giran, los sonidos se deforman hasta quedar en ecos lejanos. Intento mantener los ojos abiertos, pero la oscuridad me llama.
El olor a metal quemado y desinfectante me golpea antes de abrir los ojos. Mis pulmones arden, cada respiración es una punzada que me recuerda que sigo viva... por desgracia. La cabeza me da vueltas. Cuando al fin logro enfocar, veo las paredes grises del laboratorio, húmedas y cubiertas de sombras.
Estoy encadenada a la pared otra vez de pie.
Los grilletes de acero me sujetan las muñecas por encima de la cabeza; la piel está marcada, enrojecida. Intento moverme, pero las cadenas se tensan con un chasquido que me saca un gemido involuntario.
Frente a mí, detrás del cristal blindado, está Agatha, con su bata blanca, impecable. El cabello recogido con precisión quirúrgica. Y esa sonrisa... esa maldita sonrisa que podría congelar la sangre.
Abre la puerta y entra, sus tacones resonando con un ritmo pausado, cruel.
—Te ves más tranquila —dice con esa voz suave que suena a veneno—. El suero empieza a surtir efecto.
Camina despacio a mi alrededor, observando mis brazos, el temblor involuntario en mis piernas, los surcos que deja la cadena en la piel.
—Eres fuerte. Más de lo que tu padre imaginaba —añade, con una sonrisa que se ensancha apenas—. No sabes cuánto tiempo esperé este momento.
—¿Qué... hiciste conmigo? —pregunto, la voz rasposa, casi inaudible.
Por fin se detiene frente a mí, inclinándose un poco, su rostro tan cerca que puedo oler el perfume mezclado con el olor químico del lugar.
—Nada que no debió hacerse —responde, con una calma aterradora—. Solo desperté lo que ya tenías dentro.
Da media vuelta, toma una jeringa de un carrito metálico y la levanta para que la luz la atraviese. El líquido rojo en su interior parece brillar, casi vivo.
—Tu madre me lo ocultó durante años —susurra—. Pero no hay secretos eternos.
Se acerca, coloca la punta de la aguja sobre mi cuello y sonríe.
—Ahora vas a entender por qué tu padre te necesita.
El metal perfora la piel. El líquido frío entra como fuego líquido en mis venas.
El dolor llega de golpe: una ola ardiente que me sacude el cuerpo entero. Mis músculos se tensan haciendo que mi espalda se arquee, las cadenas se estiran y el sonido de mis gritos llena la sala. Luces. Voces. Sombras que se mueven dentro de mí.
El líquido entra como un frío líquido bajo mi piel, apenas un pinchazo... pero en segundos se vuelve un torrente ardiente que me recorre las venas, subiendo por los brazos, el pecho, hasta la cabeza. El calor me quema por dentro, me dobla, hace que mi cuerpo tiemble y la piel se tense como si fuera a romperse. Siento cómo el pulso retumba, como si el corazón quisiera escapar del pecho. Las luces se deforman, el aire vibra, y en medio de ese dolor insoportable... una risa se me escapa.
Suena rota, salvaje, casi ajena. Suelto una carcajada mientras el cuerpo me traiciona,bajo las cadenas tensan y la sangre me zumba en los oídos.
—Vas a... vas a lamentarlo, Agatha —consigo decir entre jadeos, con la voz ronca, apenas un hilo de sonido—. Saldré de aquí... y no te irá muy bien.
Agatha me observa con esa calma enfermiza, como si mi amenaza fuera un dato más en su experimento.
—Ya veremos, querida —responde, bajando la jeringa con elegancia.
Unos hombres se me acercan para liberarme, cargan mi cuerpo en el costado de uno de ellos sin fuerzas para pelear la voz de mi madre en mi cabeza gritan que corra, pero solo eso...
El calor se concentra en mi pecho, sube a mi garganta, y la risa se apaga en un gemido ahogado y con el mundo comienza girar mientras mi vista se nubla. El último destello de lucidez es su silueta borrosa, de espaldas a mí, saliendo por la puerta con esa misma sonrisa satisfecha. Y entonces, la oscuridad me traga de nuevo.
Me toma del mentón, eleva mi cabeza y busca mi mirada. Cedo, mirando el brillo en sus ojos. La última vez que vi ese brillo fue en los de mi madre.
Por un momento creo sentir el calor de Marcus, la forma en que su toque se quedaba sobre mi piel incluso cuando ya no estaba. Pero este calor es distinto, no nace del deseo, sino del infierno. Algo arde dentro de mí, una corriente que sube por mis venas, sofocante, como si mi propio cuerpo se encendiera desde adentro. Intento respirar, pero el aire se vuelve pesado, denso, metálico. El calor sube, empuja, me quema.
Entonces un estallido corta la oscuridad. Mis ojos se abren de golpe, el mundo da vueltas, y ahí están: las cadenas, frías, tirantes, bajando del techo y sujetando mis muñecas. Las marcas en mi piel laten como fuego líquido.
El laboratorio está distinto, más lleno, más vivo, más... cruel. Las máquinas emiten zumbidos constantes, luces rojas y verdes que parpadean como pulsos de un monstruo artificial. Varios enfermeros se mueven en silencio, como sombras blancas, y uno de ellos se me acerca. Levanta mi párpado con una linterna y su voz suena seca, automática.