Cuando intentamos retroceder, otra ráfaga de pasos, otro grupo de guardias nos cierra por detrás.
—¡Manos arriba! —grita el líder—. ¡Suelten sus armas!
Maldigo por dentro, mirando que no hay salida. No aún, levantamos las manos, el sudor corriendo por la espalda. Y entonces, entre el caos, veo movimiento, cerca de una torre, una mano agita en el aire se asoma y veo a Dulce.
—Madre, ¿aún puedes correr? —pregunto, sin bajar la mirada de los guardias.
Ella sonríe apenas, su voz cargada de ese tono desafiante que nunca pierde.
—No estoy tan vieja, pero quiero ver cómo planeas hacerlo con esta ronda encima.
Mi respiración se vuelve un fuego.
—Sencillamente así —susurro, y apunto hacia el frente.
El primer estruendo sacude el suelo. Una bomba estalla detrás de nosotros, lanzando fragmentos, polvo y gritos. Los guardias pierden formación, el líder intenta dar órdenes, pero una segunda explosión estalla bajo sus pies.
Todo se vuelve humo, fuego y confusión. Cuerpos volando, alarmas gritando, el olor a pólvora quemada llenando mis pulmones.
Caigo de rodillas, la vista borrosa, el sabor metálico en la boca. Amelia me jala del brazo.
—¡Madeline, ahora! —grita.
Y corro. No hay un plan concreto, no hay miedo. Solo esa energía frenética de estar viva... y saber que, por fin, el juego acaba de cambiar.
Maldita sea con este maldito chip.
Nos detenemos justo cuando Dulce aparece frente a nosotros con las manos en alto, su silueta recortada entre el humo y las luces rojas del pasillo. Le apunto sin pensar, el dedo tenso en el gatillo, el pulso desbocado.
El aire quema, la respiración se me entrecorta, y siento el sudor bajando por la nuca. Marcus me toma por los hombros desde atrás, su voz ronca y urgente.
—Está de nuestro lado, nena —afirma entre jadeos, igual de agotado, igual de tenso.
Sus palabras tardan en calar. El ruido del combate aún resuena en mis oídos. La mirada de Dulce, firme, casi retadora, no se mueve de la mía. Bajo el arma despacio, sin apartar la vista de ella. Por ahora, confío... pero solo porque Marcus lo dice.
—Sabía que Agatha ya había perdido el hilo de lo que importaba —Dulce recarga el fusil con calma contenida—. Tenemos solo media hora para entrar y buscar lo que quieres.
Giro y miro a mi madre.
—No es que formabas parte de esa organización, ¿qué sabes?
Ella respira hondo, como si tirara de fuerzas viejas.
—Solo lo básico —aclara—. Lo que tu padre planeó con Agatha ya pasó de lo acordado.
—¿Qué fue lo que acordaron? —me acerco con pasos largos; Marcus me sujeta del antebrazo para frenarme un segundo. Mi madre suspira, me mira y vuelve a mirar a Amelia.
—Íbamos a crear una cura —empieza—. Cáncer, Alzheimer, quizá incluso VIH. Mezclamos partículas, químicos regenerativos y la sangre de un animal marino estrella pluma que regenera células muertas, cansadas o rotas... algo único.
—¿Qué tengo yo que ver con eso? —escupo, sin ocultar mi frustración.
Eva vuelve a suspirar, más pesada esta vez.
—Deja de suspirar, maldita sea —le devuelvo—. ¿Qué tengo que ver?
—Tu padre mezcló las partículas con tu sangre. No sabíamos que iba a mutar de esta forma... —ella se interrumpe.
Un ruido afuera corta la frase: gruñidos, golpes pesados contra los muros, pasos que no son humanos.
—Infectados —mascullo—. El sonido se acerca, profundo.
Dulce aprieta las manos en el fusil y su rostro se endurece.
—No. No son los típicos. —dice en voz baja—. Es... el animal de cuatro patas.
Mi estómago se encoge. Nadie lo explica; todos lo entienden. De algún modo, en los experimentos también hubo pruebas en fauna, y lo que sacaron de ahí no fue un simple bacterio: fue una bestia que ahora está suelta.
—¿Cuánto tenemos? —pregunta Marcus, la voz como un filo.
—Media hora —responde Dulce—. Con ese ruido, mucho menos. Preparad los explosivos de apertura, amortiguad las cámaras y no dejéis rastro. Si nos topamos con el "cuatro patas", es fuerza bruta o correr.
La esquina izquierda aparece en mi visor mental como un punto oscuro en el mapa; ésa es la que escogemos. Nos movemos como sombras: Dulce sube a la torre para cubrir con su fusil, Amelia trae los cilindros y yo llevo los detonadores. Marcus va a mi lado, rígido, comprobando los relojes en nuestras muñecas una vez más.
—Rápido —susurra Amelia, clavando un clavo en la junta de la puerta de servicio.
El zumbido de la alarma aún tiembla en el aire; las patadas y los gruñidos afuera suenan como tambores. No hay margen para errores. Coloco la primera carga en el punto débil que señalamos en el mapa: la bisagra está corroída y cede con un golpe. La segunda va en la esquina interior del conducto, donde la estructura redirige la onda y abrirá el vano. Amelia trabaja con manos profesionales, atando fibras, asegurando los cables y escondiendo el detonador tras una placa suelta.
En ese instante Marcus aparece con una pequeña bolsa. Saca tres relojes digitales con carátulas luminosas: contadores simples, fríos, eficaces. Me tiende uno. Amelia coloca otro en la segunda puerta; Dulce afianza una tercera carga en el conducto de ventilación. Marcus me ayuda a ajustar la correa del reloj en mi muñeca, su pulgar rozando la piel mientras comprueba el seguro. Siento la vibración del metal y el frío de la pantalla presionando mi piel.
—Listo —murmura, acaricia mi mejilla y me hace mirarlo—. Después de esto tendremos una cita decente.
Una carcajada leve mirandolo.
Amelia termina, respira hondo y le pasa el cable detonador a Marcus, que sincroniza los tiempos: treinta. Me mira y su sonrisa es apenas un gesto roto por la tensión.
Marcus me acerca la cara sin soltar el reloj y, por un segundo que parece eterno entre el ruido y la muerte que planeamos, me besa. No es un beso suave: es urgente, una promesa comprimida en un segundo. Sabe a humo y a sal, y me devuelve algo que creía perdido. Sentí su mano firme en mi nuca, su aliento contando conmigo.