Efecto Cura

Capítulo 67♤

Marcus

Están tardando demasiado. El reloj del brazo late como una maldición, cada segundo arde en mis venas, mientras el humo se filtra por los escombros y el sonido de los disparos se aleja, pero algo en mí no deja de gritar su nombre.

—Amelia, ¿cuál es la ruta más rápida para llegar a dónde está Madeline? —pregunto con la voz ronca, las manos temblando sobre el fusil.

Ella levanta la vista, cubierta de polvo, y niega con un gesto corto.

—Ir ahora sería un suicidio.

—No te estoy preguntando si es o no un suicidio. —mi voz retumba, un rugido más que una orden.

Amelia traga saliva, suspira, y saca un mapa arrugado de su mochila. Lo abre sobre el suelo lleno de hollín, marcando con el dedo una ruta entre líneas rojas y zonas tachadas.

—Si subes por el conducto del ala norte, debería estar roto por la explosión... —explica rápido, sin mirarme—, desde ahí podrás acceder al nivel C, seguir este pasillo, y salir a la cámara fría... pero no creo que te dé tiempo. —me mira al fin—. Marcus, es una locura.

Memorizo cada rincón del mapa, cada esquina, cada palabra. No hay vuelta atrás.

—Nunca me dio tiempo para pensar —respondo, cerrando el mapa con un golpe seco.

Tomo aire, ajusto el chaleco y camino hacia el pasillo norte, las luces parpadean; el calor de las explosiones aún tiembla en el suelo, Amelia intenta decir algo más, pero no la dejo.

Solo pienso en ella y en la promesa que hice de no volver a dejarla sola.

Subo al conducto sin pensarlo dos veces. La rejilla cede con un chirrido cuando la aflojo; el metal me corta la palma pero no me detengo. El olor a humo y aceite me golpea con violencia dentro del túnel de ventilación, avanzo a tientas, con las rodillas clavadas en la chapa fría, escuchando cada latido como si fuera un fusil.

El conducto vibra con el zumbido de los extractores y el eco de pasos lejanos. Me arrastro metro a metro, la linterna pegada al casco proyecta tiras de luz que apenas rasgan la penumbra interior. A mi derecha, por una rendija, veo el mapa mental que memoricé: una bifurcación, luego una curva hacia abajo, esa es la que me llevará al nivel C. Respiro hondo y sigo.

Un golpe seco sacude el túnel; algo grande cae cerca, y polvo cae en cascada sobre mi casco. Me detengo, me pego al lado, y escucho voces debajo junto a gruñidos, órdenes enlatadas y el crujir de botas apresuradas. Siento la sangre caliente latir en mi sien y, por un instante, la imagen de Madeline colgando en la camilla me atraviesa y me empuja hacia delante.

Llego a la curva; el conducto está salvajemente torcido por la explosión, con tramos doblados que casi me obligan a retroceder. Uso la culata de la pistola como apoyo y me impulso. Cada movimiento duele, cada respiración me parece un lujo. Bajo por una rejilla lateral, la abro con movimientos calculados y me asomo: un pasillo de servicio, escombros, una señal de "Laboratorio C" colgando torcida.

Bajo a gatas por la escalera de servicio, procurando no hacer ruido. Huele a metal caliente y cloro; huellas frescas ensucian el suelo —botas con barro, manchas oscuras que podrían ser sangre. Las sigo. A la izquierda, una puerta metálica entreabierta deja escapar vapor y una luz fría: ese debe ser el cuarto frío, los latidos del corazón se aceleran con fuerza en la sien.

Entro con la pistola en alto. La sala está revuelta: racks vacíos, cajones abiertos, una pantalla rota y un servidor humeante. Hay restos de cables arrancados y un par de casquillos en el suelo. Nadie. Pero sobre la mesa, algo brilla medio oculto bajo una bata: una etiqueta que reconozco de inmediato —ORIGINAL— y junto a ella, una huella de mano pequeñita que no es de guardia. La toco con la punta de los dedos.

Entonces la escucho, la voz de ella templada, ahogada por el humo.

—...soy tu hija, somos tu familia...— protesta, aguda con la urgencia.

Otra voz responde, tenue, la de su madre.

Me deslizo hacia la salida del laboratorio por una ventana lateral y asomo la cabeza al corredor principal. Allí, bajo las luces intermitentes, las veo: Madeline con su madre a su lado.

Me coloco encima de la rejilla por la que acabo de bajar, calculo el salto: no es mucho, pero lo suficiente para hacer ruido. Respiro. Sé que si salto ahora puedo cogerlos por sorpresa y cubrir la retirada; también sé que cualquier ruido puede atraer a las criaturas o a los guardias.

Siento el frío del metal contra mi piel y el reloj sigue su marcha como si no supiera que el mundo está a punto de romperse, aterrizo en el pasillo con la rodilla que me aprieta como si quisiera dejarme una marca de advertencia. La pistola está en alto, pero mi pulso no me obedece; late lento, pesado, como si cada latido pesara una culpa que no puedo soltar.

El lugar apesta a humo ,gritos por todas partes, guardias que corren, infectados que gimen. Me acerco a la puerta dónde está Madeline y todo se vuelve cristal fino en el que no me atrevo a mirar a Eva grita con esa voz que alguna vez fue pacto y ahora es puñal.

—Eres lo peor, te dije que si la metías en el grupo destruirías nuestra familia.

Noel habla con la calma de quien está acostumbrado a mandar. Su voz me atraviesa como una orden que no tiene consideración por lo que siento cuando pienso en Madeline. Abro la puerta de un empujón. Veo a Noel, apunto, disparo, la sangre es un color que no deja preguntas: rojo antiguo, traicionero. En un pestañeo él le dispara a Eva.

Mi mundo se fragmenta en movimientos lentos, cubro a Madeline sin pensar en nada más que en su respiración, Noel cae, Madeline se zafa, corre hacia su padre y lo golpea con las manos más pequeñas del universo, con esa rabia suya que me rasga. Quisiera que mi rabia la protegiera siempre, pero no alcanza.

—Madeline, debes irte —susurra Eva con voz de papel.

Mi voz sale de un sitio que no conozco: ronca, suplicante.




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