Marcus.
No debería, pero este mundo ya no sabe cuándo nos puede dar una oportunidad de tranquilidad nuevamente.
El ambiente quema aunque parezca tranquilo. Amelia sigue intentando contactar a Verónica con el radio, repitiendo su nombre una y otra vez entre interferencias. Dulce revisa los cargadores, contando las balas con la precisión de alguien que ya se resignó a lo inevitable. Los golpes de los infectados contra la puerta retumban como un reloj de arena marcando el fin. Y Madeline... está sentada al borde, revisando su arma, el rostro cubierto de polvo y el alma en guerra.
Lo pienso un millón de veces, pero aun así me acerco, como un crío nervioso por ver a su novia después de una pelea. Madeline se levanta del suelo y mira hacia el cielo, donde la noche parece tragarse toda la esperanza que queda.
—¿Cómo te sientes? —pregunto, y al hacerlo, mis dedos rozan sus hombros. Están calientes, tensos, como si su cuerpo todavía siguiera corriendo aunque ya se detuvo.
—Estoy bien —responde, sin mirarme del todo.
—Nena... yo necesito hablar contigo —tartamudeo, la voz me sale más baja de lo que esperaba. Ella ladea la cabeza, enfocándose en mí con esos ojos que no dejan nada escondido—. Sé que no es el momento ideal...
—Claro que no —Dulce confirma viendo la situacion, sin levantar la vista de las balas.
—Shh, calla —le digo, girando hacia ella antes de volver a mirar a Madeline. Sostengo sus manos, ásperas, frías—. No quiero ser el más cursi, y dada la situación no creo que pienses en mí en estos momentos...
—Ya dile de una vez —insiste Dulce, otra vez.
Madeline suelta una risa baja, apenas un soplo, pero lo suficiente para ponerme más nervioso.
—¡Te puedes callar de una vez! —le grito, sin medir el tono. El eco rebota en las paredes, y por un segundo temo que los gritos atraigan más de esos monstruos.
Madeline me sujeta del mentón y me obliga a mirarla. Sus dedos están firmes, su mirada arde en la penumbra. Por un instante, todo lo demás desaparece: los golpes, los gruñidos, el viento, el miedo.
Solo ella.
Sus ojos se clavan en los míos, y de repente no sé qué decir. El ruido afuera parece desvanecerse, como si el mundo nos diera unos segundos para nosotros. Trago saliva y como lo dije como un crío con nervios, mis manos aún sostienen las suyas, siento los temblores, el calor, la vida.
—Madeline... —respiro hondo—. Cuando todo esto empezó, juré que no dejaría que nadie me importara más de lo necesario. Que no volvería a sentir nada, porque sentir que duele. Pero contigo... joder, contigo es distinto.
Ella no dice nada, solo me mira, y eso basta para hacerme olvidar que allá abajo hay monstruos esperando romper esa puerta.
—Me da miedo —sigo—. No por mí, sino por ti. Cada vez que corres delante de mí pienso que podría perderte y... no sé qué haría.
Sus dedos se deslizan hacia mi rostro, suaves, temblorosos.
—Marcus... —dice mi nombre con una calma que me desarma—. No eres el único que tiene miedo.
La distancia entre nosotros se acorta sin pensarlo, el mundo parece detenerse cuando sus labios tocan los míos, breves, temblorosos al principio, luego más firmes, en un beso robado al desastre.
Un pequeño pedazo de paz entre el fuego.
Cuando nos separamos, ambos sonreímos, apenas. Dulce nos mira, una ceja levantada.
—Qué cursi —murmura con una risita.
—Calla —responde Amelia, sin levantar la vista del radio, aunque tiene una pequeña sonrisa escondida.
—No quiero que esto se quede flotando. Si algo me pasa mañana, o en cinco minutos, quiero que lo sepas. —Trago saliva—. Me gustas. No... más que eso. Me haces sentir vivo en este mundo que parece podrido. Y aunque suene idiota, quiero que seas mi novia.
Madeline arquea una ceja, sorprendida, y una sonrisa pequeña se le escapa.
—¿Tu novia? —repite, como si saboreara la palabra.
Asiento, sin poder evitar sonreír también.
—Sí, mi novia. Aunque el mundo se esté cayendo a pedazos.
Ella suelta una risa corta, cansada pero sincera. Da un paso hacia mí, sus dedos rozan mi cuello, y antes de que pueda decir nada más, me besa. Suave al principio, luego con fuerza, con rabia, como si quisiera borrar todo el dolor que nos rodea.
Cuando nos separamos, todavía la tengo entre mis brazos.
—Está bien, Marcus —susurra—. Acepto.
El corazón me late tan fuerte que me cuesta respirar. Sonrío sin poder evitarlo, y por un segundo, todo parece bien.
Entonces escucho a Dulce detrás de nosotros:
—Aww... qué cursi —dice con una voz entre risa y fastidio.
Por un instante, todo parece... normal, los golpes afuera suenan lejanos, el viento sopla, arrastrando el olor a ceniza y yo me permito creer, solo un segundo, que tal vez aún queda algo bueno en este mundo podrido.
El sonido me eriza la piel. Es seco, hueco, diferente al golpeteo desesperado que hacen los infectados contra la puerta principal. Este suena cercano, calculado, como si alguien supiera exactamente dónde estamos.
Amelia levanta la cabeza, el ceño fruncido, los dedos todavía sobre el transmisor del radio. Madeline gira de inmediato hacia el origen del ruido, apuntando su linterna. El haz de luz corta la oscuridad y se refleja en una pared metálica, oxidada, justo junto al viejo radio que tenemos apoyado sobre una caja.
El radio chispea, suelta una interferencia, y entre el ruido... la voz de Veronica.
—...¿Me escuchan?...
El mundo se congela, era la radio de Amelia.
El golpe vuelve a sonar estábamos preparados pro toda nuestra atención se centra en el radio, que sigue soltando chispazos y estática.
—...¿Me escuchan?... —la voz se repite, esta vez más clara.
Amelia se lanza hacia el aparato, girando la perilla con desesperación.
—¡Sí, sí, te escuchamos! —responde—. ¡Estamos en la azotea del centro médico, repito, azotea del centro médico!