Efecto Doppler

Tempestad de fuego

""Yo crecí en una casa donde la compañía era abundante, donde el silencio formaba parte de esa presencia. Habían niños y niñas, pequeños que a medida que pasaban los años se volvía difícil poder diferenciar. Me daba pena ver lo que ella les hacía sin que se dieran cuenta: los usaba y, si no les servian, los desechaba. Eramos como piezas de ajedrez: debíamos tener un objetivo en su juego, debíamos dejarnos mover por sus manos e intenciones; sin preguntar ni pestañear, solo cumplir." 
~Arena

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Desperté entre las ruinas de una ciudad desolada, cuyos murmullos se enredaban, se confundían. No eran labios quienes los soltaban, sino el más cálido viento. La luz del sol era tan brillante en aquel lugar que casi la sombra no existía. No habían aves cantando o volando por los cielos mientras que el viento soplaba, pues este ya no era suave, su ferocidad pareció haber derrumbado miles de viviendas, cuyos restos estaban tapados por finas capas de cenizas.

No me moví de sitio, ni mucho menos parpadeé. Aquel hueco al que había saltado, inesperadamente, me dejó en otro; quizás no uno en concreto pero, aún así, se sentía como tal. Todo me resultaba impactante, no había rastro de persona alguna y creo que tampoco estaría de más decir que la vida en aquel sitio parecía totalmente imposible. "el cementerio de edificaciones en ruinas y cuerpos incinerados" pensé, luego me arrepentí al invocar aquella imagen que me traía el mencionar "cuerpos incinerados."

Noté el peso de la daga en mí mano. No la miré, temía ver como goteaba sangre. No obstante, lo recordé todo, lo que no quería traer al presente: mis manos apretando con fuerza, después sus grandes ojos con mirada perdida y aquel gesto tan extraño; el pequeño niño de rizos blancos no intentó evitar que la daga traspasara su piel, tampoco se preocupó en detener la sangre que salía con violenta rapidez de su pecho. Lo único que su inocencia aportó aquella noche fue la ignorancia de lo que yo realmente estaba haciendo, lo estaba matando y él solo se molestó en señalar a las inmensidades de un cielo profundamente estrellado que de nada pudo ayudarlo. El niño sin pupilas, el de pecas y piel albina, dejó de existir después de todo lo ocurrido. Se convirtió en polvo delante de mis ojos...
No quise seguir con aquel hilo de pensamientos; sabía perfectamente a dónde me llevarían, a la desesperación.

Continuaba en el suelo de aquel extraño lugar, cuando noté que me dolían los ojos por la abundante luz y que estaba toda sudorosa por el insoportable calor que hacía. Quería seguir acostada y dejar que el sueño me invadiera, pero algo en lo más recóndito de mí mente gritó que no era bueno idea.

Con dificultad me puse de pie, para luego tomar la daga -que no tenía ni un mínimo rastro de sangre- y el sombrero. Mis ojos se detuvieron en mí vestido, que tiempo atrás había sido blanco, pero que ahora se había convertido en un desgastado trapo sucio; lamentablemente este era uno mis preferido, ahora solo era el único. Me sorprendió notar que la capa roja todavía se mantenía en buen estado, no entendía como había ocurrido, pero tampoco me quejaba. Luego me coloqué el cornette en un absurdo intento por proteger mí rostro de los rayos de sol, después de todo, este solo cubria una pequeña parte de mí frente y no podía resguardarme de la luz, pues esta venía de distintas direcciones.

Me dispuse a marcar el camino en mí mente: sabía perfectamente que sería un suicidio ir hacia donde provenían aquellas ardientes ráfagas, así que decidí ir por el otro lado; donde se veía una fina línea de cielo azul y una sutil oscuridad. 
Marché interminablemente hacía esa dirección, muerta de sed y cansancio. Tuve que saltar escombros y también caminar sobre ellos, lo cual agotaba aún más mí inexplicable reserva de energía. Mientras los minutos pasaban mis fuerzas flaqueaban, dándome la aterradora sensación de que en cualquier momento me desplomaria, sin embargo, cuando mí cuerpo amenazaba con hacerlo mis pies se pegaban al suelo con firmeza, logrando que el resto de mis extremidades continuaran en su segura estabilidad.

Mí cabeza había dejado de funcionar, era como si mí cerebro hubiera sido remplazado por una piedra hueca que únicamente hacía bien en transmitir dolor a todo mí cuerpo. No obstante, mis ojos, que continuaban fijos en el destino, tenían el control absoluto sobre mí. 
Casi podía percibir el estado de todo mí ser, había sido reducida a una miserable autómata, cuyo mecanismo era caminar y respirar. El juez ya no era yo, sino aquellas redondas y cansadas partes en mí rostro.

Finalmente, todo el plan se veía cada vez más caótico, puesto que a cada paso que daba se le sumaba una nueva mirada del perímetro, el cual no cambiaba con respecto a lo que ya había recorrido. 
Parecía que me encontraba en una jaula de fuego envuelta por miles más, semejantes a aquellas muñecas rusas que se tornaban tortuosamente infinitas. Yo era un ave encerrada en lo más profundo de aquellas gruesas envolturas, presa entre lo que parecía ser el destino que siempre tuve y la lucha salvaje por el que quería tener.

Vi el punto allá en el cielo, lo vi desaparecer, llevándose consigo toda esperanza guardada.
Decidí acostarme y morir en aquel sitio, después de todo, eso era lo que merecía. 
Mí libertad se había visto perturbada por la inexistencia, solo que yo jamás había querido admitirlo. Siempre me había hecho iluciones de lo que sería mí futuro, sin darme cuenta de que había cosas que algunos jamás podrían tener. Quería llorar y gritar, lo quería, pero era pobre de suerte. Mis lágrimas se secaron, fueron evaporadas y más tarde despojadas de toda existencia.

Una melodía se escuchó, ésta se repetía una y otra vez. No sabía de dónde provenía, la única explicación que se me ocurrió fue que, quizás, la muerte estaba viniendo a por mí. 
Cuando mis ojos se fuero cerrando, cuando la esperanza parecía haberse olvidado de mí y mí vida casi se vió rotundamente aplastada. Cuando todo eso dio la ilusión de consolidarse, lo vi llegar.




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