SETH
He de admitir que la Academia es mucho mejor de lo que llegué a imaginar, pero vamos, que nadie puede crearse una imagen positiva de un lugar al que no desea ir.
Los enormes ventanales le dan al lugar un aspecto serio y elegante, aún no puedo dejar de observar las imponentes montañas que se ven a través de estos. Es como estar frente al pasado, al girar ves los hologramas y las cerraduras de las puertas que se activan con voz; la gente usa botas antigravedad y te das cuenta que estas en una época en que todos los lugares (menos este, al parecer) necesitan de una cúpula protectora, ya que la contaminación ha hecho estragos con el aire.
La Academia es como un extraño nexo entre el pasado y el presente.
Malcom nos va nombrando todo a medida que pasamos lo señala con sus largos dedos color marfil, él también es mejor de lo que imagine, y eso cuesta todavía más admitirlo. Su voz es como una extraña mezcla de calidez y seriedad, si eso es posible, me pregunto si eso fue lo que convenció a mamá de traernos aquí.
—Nos mudaremos —dijo mamá, como si dijera “de camino compraremos un helado”.
Ninguno dijo nada, Katrina se miraba las manos, yo observaba a mamá con desinterés.
—Nos mudaremos a la Academia Gea—repitió—. Malcom Port me ha llamado, estará encantado de recibirnos. No hay lugar más seguro en la Tierra para nosotros.
Lo que ella no notó al pronunciar aquella frase fue que no queríamos un lugar seguro en la Tierra, a diferencia suya, al pensar en “hogar”, Katrina y yo pensábamos en Marte.
Luego como para llamar nuestra atención, dijo que Malcom había sido gran amigo de papá (truco sucio), que quería ofrecernos su ayuda. No podíamos quedarnos de todas formas, necesitábamos un lugar seguro, donde estuviéramos a salvo, sería lo que papá hubiera querido, y eso último fue lo que liquidó todas las objeciones.
Papá siempre elogiaba la Academia Gea (nunca mencionó que uno de sus amigos era quien la dirigía), alguna vez incluso nos sugirió estudiar allí, aunque fuera sólo por un par de años antes de ir a la universidad.
La Academia no es sólo un internado militar de adolescentes desde los catorce años, también es lugar de entrenamiento e instrucción de equipos de seguridad de toda la Unión, por ello goza de gran prestigio, principalmente por su cede en Nueva Hispania.
—Y esta es la sala de entrenamiento de los cadetes —explica Malcom, señalando una enorme puerta de acero, cual guía turístico.
Seguimos caminado por un ala… no recuerdo el nombre, hasta llegar a la parte posterior de la Academia, donde se encuentran los dormitorios que constituyen los edificios más simples de la construcción pero los que más cerca están de las montañas. Se siente sobrecogedor y a la vez emocionante.
Entramos en el edificio y el ambiente es totalmente diferente, ya no está esa solemnidad atenazante propia de los recintos académicos. Las personas cruzan despreocupadas, con absoluta naturalidad. Claro, eso sólo antes de lo que llamo “el segundo reconocimiento”, cuando ves algo de manera periférica y luego notas que ese algo está fuera de lo normal, giras para verlo nuevamente, y ahí está, esa mirada de sorpresa, la boca y los ojos se abren ligeramente, las pupilas se dilatan, piensas “imposible”, “no puede ser”, algunos llegan a murmurárlas sin darse cuenta, finalmente lo aceptas… son reales, ¡mellizos¡ ¡y además pelirrojos!, luego, si estoy de humor levanto una ceja desafiante, a veces con una sonrisa burlona, “Seth” susurra, Katrina posteriormente con una mirada desaprobatoria y el acto vuelve a iniciar.
El ascensor nos acerca un poco más a las montañas, ahora son las únicas espectadoras de esta anomalía genética, me pregunto cuándo fue la última vez que estas montañas observaron mellizos desde la Guerra Genética ¡y pelirrojos!
—Me alegra que te gusten las montañas, Seth —comenta Malcom— Tu habitación tiene una excelente vista hacia los Alpes, perfecto para despertar con ánimo cada mañana.
Sería un excelente actor de comerciales, pienso “Compra McTirea, excelente para iniciar la mañana con ánimo”, esa sonrisa incansable, con la caja del producto entre sus manos de marfil, como un fantasma eternamente contento.
—¿No estás de acuerdo?
—Sí, sí, claro, me encantan los fantasmas —respondo distraídamente.
Los tres me miran al mismo tiempo, (aterrador, espero no se convierta en costumbre), todos tienen el ceño fruncido, en esa expresión que grita: “¿qué demonios?”.