SETH
El entrenamiento se ha convertido en mi parte favorita del día, tanto así que he logrado sorprender a Katrina e incluso a mí mismo. “¿Te pasa algo?, luces demasiado… bien, hasta pareces alegre. Por favor dime que no mataste a alguien”, me dijo una mañana mi melliza, a los que todos en la mesa rieron, suelen reír a casi todo lo que hacemos, para ellos somos criaturas fascinantes, cuando estoy de buen humor puede ser hasta divertido, cuando estoy molesto… pues no tanto.
Desde el primer día Malcom insistió en que Katrina y yo entrenáramos juntos, codo a codo, fue una de esas órdenes disfrazadas de sugerencias que te dicen con tono serio y una pequeña sonrisa. Resulta que Malcom no sonríe tanto cuando está en modo “director serio”.
No me quejo, la verdad es que me gusta entrenar con mi hermana, siempre estamos en sincronía, parecemos uno solo, nada más importa, ni siquiera tenemos que decirnos que movimientos hacer, en qué dirección guiar, es como si estuviera programado dentro de nosotros, como si pudiéramos estar en la cabeza del otro.
Cuando realizamos el entrenamiento me siento… en paz, mi mente está en armonía con mi cuerpo y con todo alrededor, ya no hay personas mirándome o paredes, Katrina se convierte en parte mí. Solo estamos nosotros, la energía de lo que nos rodea, es como sentirse infinito, como convertirse en aire, y ser el ojo del huracán.
Sin embargo, pensándolo bien, somos más una tormenta eléctrica, pura energía y rayos saltando, que produce ese sosiego propio de los fenómenos naturales, cuando solo puedes observar la belleza del caos, y dejarte maravillar por aquello que es mayor que tú.
—¡Vamos, más rápido!, aún faltan cinco personas —resuena la voz del general como un dios—¡Si continúan a ese ritmo tendrán que dar treinta vueltas a la pista!
Me encanta el entrenamiento, pero no soy un fanático de correr en la pista durante la noche, por lo que acelero el paso hacia unos escombros, los suaves pasos que escucho en mi espalda me indican que Katrina me sigue. Al llegar al lugar encontramos dos personas escondidas, niños en realidad. Kat se acerca a ellos, les susurra un par de palabras para tranquilizarlos, el que parece mayor sale, son hermanos, sin duda, puedo notarlo ahora que los veo claramente.
Un estruendo se escucha, los niños abren sus ojos con pánico y se abrazan.
—Ya vienen, tenemos que movernos —Susurra Kat—. Vamos, todo estará bien, los sacaremos de aquí.
Nos dirigimos a la nave, voy adelante, luego los niños, y después mi hermana, es la formación que decidimos adoptar después de la primera semana. Los edificios en llamas me distraen, pero intento ignorarnos y concentrarme en el camino a la nave, lo recuerdo perfectamente, soy el que se ubica con más facilidad, por eso voy a la cabecera.
La regla número uno del general es que debemos aprender a ubicarnos solos, porque los dispositivos de rastreo y localización puede fallar de distintas formas: un pulso electromagnético, un golpe, o peor aún pueden caer en manos del enemigo. “Es fácil y sobre todo útil, el convertirte en un mapa con patas” dijo Malcom el primer día con humor.
Veinte metros adelante, luego un giro a la derecha, estamos muy cerca y ¡bum! Un ruido ensordecedor explota mis oídos... un rayo paralizante… volteo en el segundo preciso para ver al niño menor caer, seguido de su hermano que sabe que hacer. Tres solados corren hacia nosotros, disparo y fallo, he perdido la puntería… Kat me imita, pero ellos son demasiado rápidos, sus trajes protectores demasiado sólidos.
—¡Debemos correr! —grita mi hermana. Luego, sin delicadeza alguna toma el brazo del hermano mayor, pero este no se mueve.
—¡No voy a dejarlo! —grita, con esa voz desesperada que ya me he acostumbrado a escuchar.
—Yo lo cargaré —le digo mirándolo directamente a sus ojos azules, sellando una promesa—. Vamos, muévanse.
Esta vez obedece, se levanta, Kat me observa incrédula, no cree que lo logre, la ignoro. ¿Si esos niños fuéramos nosotros dos, acaso no le gustaría que alguien hiciese el máximo esfuerzo para salvarnos? “Los niños merecen todo el sacrificio que puedas dar, son el mayor regalo de la vida” decía papá, quien estaría decepcionado si los abandonamos sin luchar, ¿y si alguien hubiera estado para ayudarle, el día de su muerte? Miro a mi hermana, “lo haré”, ella asiente resignada y corre.
Levanto al niño pequeño en mis brazos, es más pesado de lo que imagine. Me agacho, siento un disparo pasar sobre mi cabeza, creo que hasta siento mi propio cabello quemando. Acomodo el arma, disparo, fallo nuevamente, luego corro tras un edificio, demasiado lento, me digo.