(Cambio de nombres para resguardar identidad)
Esa mañana, no me sentía con ganas de levantarme de la cama, ya que la noche anterior se presentó una fuerte discusión con mi familia.
Ellos no querían que abandonara mis estudios universitarios para dedicarme a lo que verdaderamente amaba.
La fotografía
Lo sé, admito que dejar una carrera que me daría un bienestar económico de por vida suena loco, pero ese no era mi punto.
Buscaba ser feliz, y si por ello debía condenarme a ser “pobre” en el sentido monetario, estaba segura de arriesgarme e ir por todo.
Mí abuela, Marie, me apoyó en mí desición. Ella era una especie de ángel que la vida había enviado para mí, ella era la que me cuidaba cuando mis padres no podían, la que me regalaba pequeñas flores en primavera, pero sobre todo, era quién me obsequiaba cámaras desde que yo era pequeña.
Y la amaba tanto por ello...
El 15 de enero, no desperté en mí habitación como de costumbre, lo hice en la de invitados de mis abuelos, ya que mis padres no quisieron que siguiera bajo su techo.
Reconozco que me dolió, porque por más que no me apoyaran, eran las personas que me habían regalado la vida y estaba agradecida por ello.
Aún tengo en mente el sonido de los pajaros en la ventana, anunciando un nuevo día y los tenues rayos de sol que se colaban por la venta. Nada más mágico que la compañía de los dotes de la naturaleza para comenzar un día en el que no se esperan alegrías.
Con un poco de pena, pero con ánimos de salir adelante, me levanté porque aunque tenía una corta edad, sabía que para ser alguien en la vida, debía trabajar duro para ello.
Me cambié de ropa, saludé a mis abuelos, desayuné, conversamos de temas indistintos fingiendo que nada había ocurrido y luego salí con mí cámara a capturar escénicias.
La casa de mis abuelos paternos, estaba ubicada en un lugar muy peculiar, era como un pequeño pueblo en dónde solo habían alrededor de cuarenta casas, calles pequeñas, con mucha vegetación, producción de vino y lo que más me gustaba, una especie de laguna.
Nunca llegué a pensar que ese pequeño pueblito me daría tantas alegrías.
Recuerdo que caminé por las calles hasta llegar a una casa en particular, le llamaban "La casa del molino" ya que antiguamente allí se producía harina de trigo.
Había estado cerca de unos quince años desocupada, ya que Don Martín y Doña Celina fallecieron y sus hijos no querían seguír con la producción.
Pero, ese año, una de sus hijas, se mudó allí, porque la habían corrido del departamento en el que vivía, por mala conducta, o eso fue lo que se rumoreó por el pueblo.
Lo que sí pasó fue que al querer cortar camino para llegar pronto, tomé una pequeña calle que daba directo a la laguna, pero, como siempre, había una complicación, cruzaba directamente por la propiedad del molino, y como siempre estaba desolada, me animé a cruzar sin prejuicios.
Pero no, ese día si había alguien.
—Es propiedad privada, pero como hace muchos años esto está tirado al abandono, te perdonaré.
Me sorprendió, y me asusté bastante, no solía irrumpir en lugares "privados" eso era completamente ilegal, y yo le tenía pavor a hacer algo que no estuviera dentro dentro del margen de lo permitido.
Me dí vuelta despacio, con precaución, para ver quién era el que me había hablado.
Un muchacho con un actitud fresca y alegría aparente era el que inició la conversación.
—Lo siento, no fue mi intención, prometo no volver a pasar por aquí ahora que sé que ya vive alguien.
—¿Y cómo sabes que aquí vive alguien? —alza una ceja de manera interrogatoria
—Lo escuché por ahí. —mentí, me lo habían dicho mis abuelos, porque a ellos se los había dicho Doña Julia, la vecina
Esas fueron las primeras palabras que cruzamos.
Muy simples, pero me dejaron con un poco de intriga.
Él se veía bien, bastante he de admitir.
Su tez era muy blanca, a diferencia de la mía, sus ojos de un marrón oscuro, sus labios un poco sonrosados y su cabello de color negro oscuro.
Decidida, y con vergüenza, hice el amague de volverme a la calle principal, porque sí, me sentí humillada.
—Pero tranquila. —Hizo una seña de despreocupado con sus manos—. Sigue tu camino
—No, no, ¿cómo crees?
Eso fue todo, un poco tonto el comienzo, pero así comienzan las cosas buenas, sin esperarlo.
Volví a la calle caminando lentamente tratando de calmarme.
Unos metros más adelante, volteé para ver y el me sonrió y con su mano me despidió.
Era la primera vez que cruzaba palabras con alguien de allí, y ya me habían pillado en circunstancias dudosas, no quería ni imaginar lo que se iba a decir si ese muchacho decía algo en el pueblo.
Sí, sí, las primeras palabras que cruzamos fueron casi sin ”valor”, dejaron una especie de picor en mí pecho.
Ese picor, ese que se siente por primera vez.