Era un día como cualquier otro para Bianca.
Un miércoles habitual.
Ella iba en camino hacia la Universidad de Buenos Aires, donde había empezado a adelantar materias en el curso intensivo de verano de aquel febrero del 2012. Era un viaje largo desde su casa: debía tomar un tren y un subte, además de caminar durante varias cuadras. A Bianca, de vez en cuando, eso la fastidiaba: el tiempo que le llevaba viajar, el calor que parecía atacar la ciudad, los diferentes horarios de la facultad, las montañas de trabajos prácticos y las presentaciones... Extrañaba el colegio como si nunca hubiese deseado terminarlo. Pero había algo que la motivaba: ella llevaba un libro en su mochila y lo leía durante el camino mientras no tuviese que estudiar nada; parecía transportarse a otro mundo al sumergirse dentro de las páginas, olvidaba todo su alrededor.
Aunque también tenía otro motivo para sonreír cada mañana. Siempre lo veía; él, justo al lado de ella. Un joven de ojos azules que, por casualidad o no, leía los mismos libros que ella llevaba. Hacía dos semanas que Bianca había notado aquel detalle, y desde ese instante no pudo sacárselo de la cabeza. Le empezó a importar si su cabello castaño lucía alborotado, si sus ojos café no se veían cansados detrás de sus gafas, o si su remera de color caqui tenía alguna mancha.
Aunque todo sonara a cuento en esa historia de amor que Bianca imaginaba cada vez que lo veía subirse al tren una parada después que ella, y a pesar de los intentos de la joven por convencerse de que nada pasaría, su pequeño lado ingenuo y adolescente albergaba esperanza de que algo pasara.
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Editado: 16.02.2018