Efimero

Capitulo 11

Mis días son oscuros, pero a veces se iluminan con su luz

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Abrí la puerta de casa y lo primero que me golpeó fue el olor. Un hedor pesado, una mezcla de alcohol, cigarro y algo más que no pude identificar de inmediato, pero que me revolvió el estómago.

La televisión estaba encendida, iluminando la sala con luces parpadeantes que hacían aún más grotesca la escena frente a mí: mi padrastro desplomado en el sofá, una botella medio vacía colgando de su mano, y su camiseta empapada de quién sabe qué, roncaba, pero de vez en cuando se removía y murmuraba algo ininteligible. Ropa desordenada, un vaso roto en el suelo y ceniceros llenos.

Pasé por la cocina, me quedé quieto en cuanto vi a mi madre encorvada sobre el fregadero, con las manos apoyadas en el borde como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros.

Me enojé, quería gritarle, pero me clavé las uñas en las palmas de mis manos, mordí mi lengua; solo la vi.

—¿Te estás vengando? —preguntó sin girarse, entre susurros y sollozos.

Me quedé inmóvil.

¿Vengándome?

La palabra me golpeó en la cabeza como un eco violento. Era absurdo.

Sentí las uñas enterrarse más profundo en mis palmas, pero no las solté. La veía temblar, encogida, como si fuera ella la víctima. Como si todo esto no fuera culpa suya.

—¿Por qué llegas tarde? —su voz estaba ronca por el llanto. —¿Por qué dejas que me trate así?

Me reí. Una risa seca, sin gracia, que me salió sola.

—¿Y que me golpee a mi? —escupí las palabras con ira. —Tu escogiste esta mierda, ahora ahogate en ella.

Ella alzó la cabeza, los ojos rojos y mojados, un golpe en la mejilla y marcas de dedos en el cuello. Me mordí la lengua para no acercarme a ella.

—No hables así de él.

—¿Por qué no? ¿Porque te da lástima o porque todavía te calienta cuando no está borracho?

—¡Cállate! —gritó, cubrió su boca con ambas manos y giró a verlo, seguía dormido, su grito por suerte no lo despertó. —No entiendes nada, Liam. —susurró.

—¿Qué se supone que tengo que entender? —pregunté queriendo gritarle. —¿Que tengo que quedarme callado mientras me revienta las costillas? —di un paso más hacia ella, sin alzar la voz, pero cada palabra cortaba. —¿Que tengo que ver cómo le ruegas por amor como una perra herida?

Bofetada. Mi rostro se giró y mi labio se volvió a reventar, dejé escapar una pequeña risa para no llorar.

—¡Él nos salvó! —sollozó—. Cuando tu padre se fue, cuando todo se vino abajo, él estuvo. No era perfecto, pero era algo. Tú no entiendes el miedo, Liam. No entiendes lo que es tener que elegir entre la soledad y el infierno.

Comencé a reír, era absurdo lo que decía. La miré a los ojos mientras apretaba los puños. No por ella, sino por mí, por el niño que fui. Por el que todavía quiere que su madre lo proteja, lo escuche… Y que por fin lo elija.

—¿Entonces yo era la mierda en tu zapato? Desde que lo conociste me dejaste solo a mi, dime, ¿cuántos años tenía? ¿siquiera lo recuerdas? —la ira se sentía en cada palabra. —Yo también estoy solo, pero nunca te preocupó eso. No te importa si duermo, si como, si muero, si vivo, solo te importa que sea un saco de boxeo para tu marido, solo para que tú no seas el saco de boxeo.

Ella me miró con algo que parecía miedo. No por mí. Por lo que dije. Porque sabía que era cierto. Porque no lo había visto. O peor: porque lo había visto y no le importó.

—Hijo yo lo siento… —susurró, apenas audible.

—No fijas que en verdad lo sientes, no trates de fingir que te importo. —dije entre dientes. —Solo quieres causar lastima ¿y sabes que es lo peor? que lo logras, lo logras porque eres mi madre.

Me giré. La dejé ahí, con sus lágrimas, con su silencio, con el monstruo que eligió como compañía. Y crucé el pasillo, sintiendo las paredes más estrechas, más asfixiantes que nunca. El sonido del televisor seguía encendido, la risa enlatada de un programa cualquiera chocaba con el contraste sombrío de la casa.

Cerré la puerta de mi cuarto con más fuerza de la que debía.

Pegué mi espalda a la puerta de mi habitación y me deslicé al suelo. No sabía si quería salir corriendo o prenderle fuego a todo.

No lloré.

No grité.

Solo respiré.

Lento. Con rabia. Con cansancio.

Me levanté del suelo, abrí el cajón de mi escritorio y lo vi: el encendedor azul que nunca usaba, una pastilla que no recordaba haber dejado ahí, una carta doblada que no quería volver a leer. Cerré el cajón.

¿Qué buscaba? No lo sabía.

Sentía que quería quemarme, arder, sentir el fuego devorando, llevándose todo. Tal vez así dolería menos. Me recosté en el suelo, el frío de las baldosas contra la espalda, y dejé que mis ojos se clavaran en el techo, ese techo blanco y agrietado que había visto crecer mi odio en silencio.

El celular vibró en mi bolsillo, lo saqué, la pantalla iluminó la oscuridad de mi habitación con su nombre: June.

Lo miré unos segundos sin moverme. Dudando si contestar. Pero respondí.

No dije nada. Solo apreté el teléfono contra mi oído y esperé.

Del otro lado, silencio.

—Liam…

Cerré los ojos disfrutando de escuchar mi nombre en sus labios.

—Esto no está funcionando June, se está apagando rápido. —hablé con voz calmada, que se sentía más como cansancio.

Ambos nos quedamos en silencio por unos minutos.

—¿Te gustaría escaparte conmigo toda la noche?

—Mañana es martes June, tengo clases.

—Solo será no ir un día, nadie tiene por qué enterarse.

Me quedé en silencio mirando el techo. Los segundos pasaban lentos, como si el tiempo también tuviera miedo de mover un dedo. El sonido del teléfono en mi oído me parecía lejano, casi irrelevante en medio de la tormenta de pensamientos que se desbordaba en mi cabeza.

—Escaparme, ¿eh? —dije finalmente, con una risa seca que ni siquiera sabía si era un intento de bromear.




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