Hoy la fila sí que es larga...", pensó el portero.
Y, efectivamente, la fila de personas sí era larga. Como siempre, los había viejos y jóvenes, sanos y enfermos, de todas las razas, identidades y creencias, felices, tristes, bohemios e intelectuales. El portero, viendo todo lo que cargaban en sus bolsas, maletas y hasta carros, frunció el ceño enojado. Señaló un gran cartel encima de él, que daba la bienvenida en más de cien idiomas y cerraba con una sencilla frase, en idioma espiritual - que cualquier alma desencarnada podía entender: "EGO SOLUS".
En cuanto el cartel fue leído, los cuchicheos y las risas fueron automáticamente reemplazados por insultos y reclamos. El portero, acostumbrado ya a esto, sólo se limitó a señalar unos enormes contenedores de basura que se hallaban a cada lado de las altas puertas. Los insultos y reclamos callaron de a poco. Y así, los contenedores fueron llenándose hasta el tope: ropa, joyas, obras de arte, escrituras de inmuebles, de automóviles y yates lujosos, y otras tantas toneladas de objetos, a cual más nuevo y brilloso...
Y ahora, despojada de todo, la fila comenzó a atravesar las enormes puertas de hierro, dejando escapar algún que otro insulto o amenaza al portero, que miraba todo aburrido, ya acostumbrado, y que respondía cada tanto con un monótono "la ley es la ley..."
Y justo cuando los últimos estaban entrando, y el portero comenzaba la fatigosa tarea de cerrar las pesadas puertas herrumbradas, la voz de un anciano le llegó de pronto:
- ¡Espere, espere, por favor! ¡Falto yo!
El portero lo miró de arriba a abajo y, viendo una gran bolsa de arpillera entre sus brazos, señaló el cartel con un suspiro cansado. Pero el anciano pasó de largo los contenedores y se acercó al portero, mostrando el contenido de su bolsa con una amplia sonrisa.
- Ya he estado aquí antes... Ya sé cómo es...
El portero miró con curiosidad lo que el anciano le mostraba: la bolsa estaba a rebosar de recuerdos, experiencias, vivencias, besos, abrazos, risas, llantos, sueños, suspiros, y bien en el fondo, un manojo de amor dado y otro manojo de amor recibido. El portero sonrió y le hizo señas para que entrara. Estaba tan emocionado que hasta un abrazo de bienvenida le dio.
Y con un fuerte estruendo metálico, las puertas de hierro forjado del viejo cementerio se cerraron, justo cuando la noche comenzaba a envolver con su manto púrpura y rosa de silencio y calidez a cada uno de los recién llegados...