Todo sucedió más rápido que un parpadeo: un perro rabioso, dejando rastros de espuma blanca de su hocico desdentado, pasó a la carrera, atropellando a puestos y personas de la feria de una casi invivible Londres victoriana. Corría muy rápido, a pesar de su cuerpo esquelético y sarnoso a un gato igual de esquelético y sarnoso que él.
La trifulca fue tan grande- personas derribadas por otras, desparramos a diestra y siniestra de frutas, verduras, toneles de sardinas y bacalaos, aves de corral enloquecidas, caballos desbocados- que ni animales ni personas se dieron cuenta de nada...
Un manojo de ratas enclenques, mugrientas pero muy rápidas, se mezclaron en la trifulca, mordiendo con afilados dientes, monederos y billeteras, collares y relojes de bolsillo, hogazas de panes caseros, hormas de queso, pescados y hasta jugosos trozos de carne que se asaban sobre unas brasas encendidas.
Y así, como aparecieron, desaparecieron... Ante un vuelo rasante de un pavoroso cuervo negro, algo desplumado pero intimidante, el perro rabioso, el gato esquelético y la docena de ratas de alcantarilla se esfumaron como por arte de magia...
Varios minutos después, todo pareció volver a la calma en la abarrotada calle lindera al Támesis. Transeúntes y comerciantes, se miraban ahora pasmados, mientras comenzaban a percatarse de sus bolsillos vacíos. Y mientras se culpaban unos a otros por las pertenencias robadas, bajo sus pies, a cientos de metros, en las sucias y repugnantes alcantarillas de la abarrotada ciudad, un cuervo negro que adoptaba ahora su forma humana- un jovencito mugriento y famélico- les sonreía con orgullo, al ver el botín logrado, a un grupo de roedores que acababan de convertirse en un manojo de niños desgreñados, vestidos de harapos, y les guiñó un ojo descarado a otros dos, que rápidamente dejaban de ser perro y gato...
Su plan había funcionado... Aquel botín les calmaría el hambre por varias lunas. Esa noche, por fin, no tendría que escuchar a ninguno de sus hermanos llorar...