–¡Apúrate, que ya va a amanecer!- dijo el niño mientras avanzaba por el costado del camino, dejando a cada paso jirones de su piel.
- Tu disfraz se está derritiendo...- se burló el otro, mientras notaba cómo los huesos de sus propias manos crujían cada vez más.
-¡Cuántos dulces conseguimos!
Efectivamente, las calabazas huecas de ambos estaba a rebosar.
- Te lo dije, nuestros disfraces son los mejores...
- Y muy realistas..., como dijo la anciana de la casa de la esquina.
- Quedó muy impresionada... Hasta pálida se puso, cuando se te empezó a caer el ojo...- rió el otro, recordando de pronto la anécdota.
-¡Sí! Fue muy divertido. - asintió su compañero mientras se cercioraba inconscientemente de no haber perdido el ojo por el camino.
Los primeros rayos de sol iluminaron los pies putrefactos de ambos, lo que provocó que apresuraran el paso. Atravesaron una cerca agujereada, sin percatarse que un par de sus falanges quedaban colgadas en el alambre de púas. Avanzaron un poco más y se despidieron con un abrazo, en el que perdieron uno, un brazo completo y otro, el ojo que se había aflojado otra vez.
Y silbando una antigua leyenda de Halloween hecha canción, se alejaron del camino, donde ahora el sol brillaba en todo su esplendor e iluminaba por completo el oxidado cartel que indicaba la entrada principal al viejo cementerio...