Temblé ante el primer rugido. Respiré profundo y me recordé a mí mismo el porqué estaba allí. Llegar a esa cueva tan alta y tan inhóspita no había sido fácil. Estaba sudoroso y las piernas me temblaban. Pero el esfuerzo valía la pena: una nueva alineación de los Tres Grandes del Cielo tendría lugar aquella noche de solsticio. Exactamente como había sucedido once años atrás, cuando me extravié y encontré aquel lugar por pura casualidad. En aquel momento yo era casi un crío pero no había olvidado, ni un solo día, lo que había pasado aquella noche extraña y singular.
Otro rugido, éste más profundo y más cercano, me trajo del recuerdo y me puse en alerta. Justo cuando los Tres Grandes del Cielo completaban una alineación perfecta, su sombra apareció en la entrada de la cueva. Y un segundo después, apareció él: era más alto y más imponente de lo que yo recordaba. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro, apelmazado y desgreñado; ojos inyectados en sangre y se erguía en dos patas terminadas en garras oscuras y afiladas. Me miró por un momento y emitió un sonido largo y desgarrado, mostrando su lengua bífida. Luego, avanzó despacio mientras la luz que proyectaban los astros alineados en el Cielo comenzaban a bañarlo y a envolverlo.
Cuando llegó junto a mí, cerca, tan cerca que hasta podía yo sentir su aliento, la metamorfosis en su rostro y en su cuerpo se había completado. Ya no era una bestia deforme y gigante quien me miraba, sino un hombre joven, de piel pálida y hermosos ojos de ámbar. Estaba semidesnudo y se le notaba la respiración agitada.
Y tal como había sucedido aquella primera noche, volvía a suceder ahora: con urgencia, pero con dulzura; en profundo y sacro silencio pero diciéndome todo con cada beso, me hizo suyo, sin detenerse, hasta el amanecer.
Y justo al alba, me dio un último beso, antes de convertirse en bestia y desparecer con destreza por el risco afilado de la montaña, deseando yo que no tuvieran que pasar otros once años para volverlo a ver...