Egoísmo y Cobardía

Inesperados sucesos

 

Charlotte

 

Al llegar a la empresa, eran las cinco de la tarde. Bajé del taxi e ingresé al edificio. Mi mirada se encontró con la de la recepcionista para después apartarla.

«Puede ser un buen ser humano, pero un mal hombre», pensé en eso al recordar que, se acostaba con las mujeres para después dejarlas.

Llamé el ascensor y subí hasta la oficina. Recosté mi espalda en la silla y dejé caer mi cuello hacia atrás. Había sido otro día de locos, habían acontecido muchos sucesos, me percaté de muchas cosas, pero sobretodo, estaba cansada. Alcé mi cuello y observé los papeles encima del escritorio.

—Al final, no supe para que eran necesarios… —me quejé mientras los tomaba.

Abrí un cajón para guardarlos, y me encontré con la camisa con el rostro del niño rubio. Permanecí observando la camiseta, recordando hace unas horas atrás, cuando me percaté de que los hombres como él también pueden sonreír de manera sincera.

Guardé los papeles y tomé la camisa. La llevé a mi nariz y percibí su aroma. Olía a almidón y pude detectar un poco de la loción del riquillo. Giré mi rostro hacia abajo y con mi otra mano, tomé mi bolso.

—Imagino que servirá de pijama.

Guardé la camisa y cerré mi bolso.

¡Bien!, una hora antes de mi salida regular. Imagino que a veces suele ser bueno que tu jefe sea tan despreocupado. Me situé de pie y me dirigí hacia el ascensor. Estiré mi mano y presioné el botón.

—¡Hey tú! —escuché una voz masculina a mis espaldas. Un escalofrió provocado por la impresión recorrió mi cuerpo. Me di la vuelta lentamente y enfoqué mis ojos en la persona que caminaba hacia mí por el pasillo—. ¿Qué lleva en ese bolso?

Se trataba de un hombre, delgado y alto, con el cabello corto y en punta, de ojos almendrados, cejas gruesas y labios finos. Vistiendo un pantalón color gris, un suéter azul y una camisa blanca que sobresalía del cuello.

—¿Quién es usted?, ¿Qué hace en este lugar? —continuó acercándose a mí. Su caminar era lento, amenazador. Su sola presencia lograba hacerme querer darme la vuelta.

—Yo soy…

—¿Cómo ingresaste a este lugar? —interrumpió.

Continúe observándolo, y sin percatarme del paso del tiempo, él ya se hallaba en frente de mí.

—Te hice una pregunta —me observó firmemente—. ¿Quién eres?

Alcé un poco más mi cabeza para observarlo.

Que alto es.

—Soy la secretaria del señor Fredrik —informé.

Él continuó observándome de la misma manera.

—Abre tu bolso —demandó—. Déjeme ver lo que llevas.

¡Tiene que ser una broma!

Tuve que ser yo la persona que le preguntara quien era y que hacía en la oficina del riquillo.

—Si… —aparté el bolso de mi espalda, y antes de abrirlo, recordé lo que llevaba dentro.

¡Dios!, la camiseta de Naruto.

—¿Por qué no la abres? —preguntó él.

—Disculpe… —volví a dirigir mi mirada hacia él—. ¿Quién es usted?, ¿Qué hacía en la oficina d…?

Él, rápidamente y con fuerza, arrebató el bolso de mis manos, logrando que el resto de mi discurso no saliera al aire. Me eché un poco para atrás por temor, y por percibir amenaza en su acción. Él abrió todas las correderas del bolso, después le dio la vuelta y empezó a agitarlo. Todas mis pertenencias. Labial, lápices, audífonos, cargador y de más, cayeron al suelo junto con la camiseta con el rostro del niño rubio. Él continuó agitando el bolso hasta asegurarse de que no hubiera nada más, y después, lo arrojó al suelo, y con su pie derecho comenzó a buscar entre los objetos.

—¿Es usted imbécil …? —hablé mientras miraba mis pertenecías en el piso. Le permití a la ira inundar mi cuerpo, pero él no respondió, tampoco mostró interés en mi insulto, y después de un par de segundos, dejó de buscar entre mis objetos con su pie. Alzó su vista y caminó hacia el ascensor. Cuando pensaba que no iba a comentar nada, abrió su boca y me dejó escuchar de nuevo su voz a mis espaldas.

—Ya está un poco grande para llevar consigo esas niñerías.

—¿Por qué hizo eso? —me di la vuelta para observar su espalda, mientras controlaba mis deseos de abofetearlo. Aunque tuviera que ir por una silla primero para alcanzar su estatura.

No obtuve respuesta alguna, y al abrirse el ascensor, nuestros ojos se encontraron cuando él ingreso. Continuamos observándonos, sin permitirnos parpadear. Y antes de que las puertas del ascensor se cerraran, él me sonrió. En mí sólo permaneció desconcierto e ira en ese momento.

¡¿Quién carajos era ese idiota?!

Cuando las puertas del ascensor se cerraron, golpeé mi cabeza por permitir que el acto anterior sucediera. Recogi mis cosas, enfurecida y con ideas vagas en mi mente, salí del edificio y tomé el primer autobús que me acercara a mi departamento.

Me bajé a unas cuantas calles, hambrienta y sin deseos de simpatizar, pues aún seguía pensando en los acontecimientos anteriores.

¡¿Quién era ese imbécil?! ¡¿Y por qué había hecho eso?!

¡¿Por qué lo permiti?!

Continúe caminando por las frías y poco transitadas calles hasta que llegué a mi edificio. Un edificio de seis pisos, color café y que, si te adentrabas a las escaleras por las horas de la tarde, podías percibir el aroma a chocolate recién hecho. Abrí la puerta después de sacar las llaves y empecé a subir las escaleras. Sentía mis piernas cansadas, mi mente agotada y pocos deseos de continuar trabajando. En dos días habían acontecido muchas cosas, cosas que, me hacían desear renunciar. Pero vamos. Ya había tenido este pensamiento muchas veces. Cuando hay necesidad no podía permitirme el lujo de dejar ir este empleo.

Llegué a mi piso y doblé por el pasillo. Visualicé la puerta de al fondo, la puerta de mi departamento, con la persona que menos deseaba ver en estos momentos. Y probablemente en el resto del año.



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En el texto hay: celos, romance, amor

Editado: 27.02.2024

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