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Primera semana del Equinoccio
La primera nevada del nuevo año cae suavemente formando un manto blanco sobre los jardines que rodean el Castillo del Trono.
Contemplándolo desde el balcón semicircular de la Torre, Czarina eleva la cabeza, cubierta por la capucha de su ajada túnica de lana añil, para observar el cielo negro del reino de Asivva.
Sin astros, sin estrellas.
Excepto por el reflejo de las miles de luces encendidas en lucernas y faroles, Titán está casi a oscuras si se compara con el brillo de las siete Cortes, donde las Siete Lunas se manifiestan como auroras de siete colores derramadas sobre la negrura del cielo.
Aunque no tan sumida en penumbras como Hedreda, que apenas cuenta con la luz de una triste lucerna de aceite.
Pero la verdadera oscuridad aguarda justo detrás, en las ruinas contenidas por un bosque tras una Muralla de obsidiana.
Oscuro, silencioso e inmutable.
Ni un copo de nieve cae desde el cielo negro del otro lado; ni uno solo se atreve a penetrar en esa tenebrosidad.
Nada eclipsa la interminable negrura, como si detrás de la Muralla existiera un vacío que lo hubiera devorado todo.
—Ya está aquí —susurra a su fiel compañero, que sube de un salto a la barandilla de columnas.
El silencio se llena con el retumbar de los cascos golpeando con brío en el suelo.
Removiendo la nieve a su paso, emergen doce purasangres negros dominados por los feroces guerreros Snakoris. Cubiertos completamente por las armaduras negras y los representativos yelmos de Snakora ajustados sobre un velo de lino oscuro que cae por sus espaldas como una capa.
Czarina fija la mirada en el objetivo de su interés: el guerrero que lidera la marcha. El único que lleva una elegante capa gris oscuro sobre su armadura y cuyo yelmo es distintivo.
Durante sus diecinueve equinoccios relegada a la Torre, ha observado a los habitantes del reino desde la distancia, y aun así sabe que los Snakoris son una rareza.
Una fascinante rareza que no tiene permitido conocer.
Cuando se detienen frente al castillo y el líder desmonta, Czarina suspira.
De pronto, la cabeza del líder gira hacia la Torre, como si hubiera percibido su pequeño aliento apesadumbrado. Un viento helado recorre el balcón, moviendo los mechones de cabello negro que se escapan por debajo de su capucha, mientras un escalofrío la atraviesa al sentirse súbitamente observada.
Más extraño, un destello verde parece brillar en las rendijas de su yelmo. Intrigada, Czarina se inclina hacia delante en la barandilla. Pero antes de poder asegurarse de lo que vio, él continúa su camino hacia el portón seguido de sus guerreros.
Y, tan repentinamente como llegaron, desaparecen de su vista, dejando solo el viento helado.
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En el gran salón de ceremonias, decorado con los estandartes azul oscuro en los que reluce de un añil brillante una flor de lys bordada en el centro, el rey Fenion se sienta en su trono que se alza sobre una plataforma de piedra pulida, dominando la sala como un altar antiguo consagrado al poder.
En el mismo nivel, pero un palmo detrás y a menor altura, se encuentran la reina Rasha a un lado y Groet, el Primer Consejero, al otro.
Descendiendo unos anchos escalones desde la base del trono, en el segundo nivel de la plataforma, se hallan los cuatro hijos del rey: príncipes y princesa gemelos.
Una última tanda de escalones desciende hasta el suelo del salón. Cada peldaño cubierto de la larga alfombra de terciopelo azul que se extiende hasta las puertas dobles de la entrada.
A ambos lados del salón se ubican los nobles de Titán, los siete Lores y sus familias. Los soldados de la Guardia del Trono se mantienen vigilantes desde cada esquina y, apostado junto a la plataforma del trono, el Comandante Jeromah.
Bruscamente, las puertas dobles se abren golpeando con estruendo cada lado de la pared de piedra y el silencio se apodera de la estancia.
Un imponente guerrero camina por la alfombra dejando tras de sí rastros de nieve y miradas atemorizadas.
En su cintura cuelga una poderosa espada, sujeta por un tahalí de cuero curtido. El mango culmina en la cabeza de una serpiente esculpida con un realismo inquietante; las fauces apenas entreabiertas parecen susurrar promesas de muerte, y en las cuencas brillan dos esmeraldas. A cada paso del guerrero, las gemas atrapan la luz de los opulentos candelabros y la devuelven con un fulgor frío, como si el arma poseyera conciencia propia.
Un segundo después, los cuchicheos estallan por todo el salón. Por las puertas dobles entran los once guerreros Snakoris, que se colocan en formación de escudo a la espalda de su líder, a pocos pasos de los escalones.
El rey los observa con una aversión que no se molesta en disimular.
—Edric, el Guardián ha muerto este mes pasado —pronuncia el rey con su rasposa voz imponiendo silencio—. Él os nombró su sucesor antes de morir.
La expectación inunda el salón, cientos de oídos ansiosos de escuchar su respuesta, pero el guerrero permanece en un inquietante estatismo que causa desasosiego en la multitud.
—Personalmente os considero demasiado... heterogéneo para tal cargo —continúa el rey, causando que varias personas tomen aliento con sorpresa y otros tosan para evitar la risa nerviosa por el insulto velado—. Pero no me queda otra que respetar la ley de la última voluntad. Espero que no decepcionéis la confianza que os tenía Edric.
La declaración implícita en las palabras del rey vuelve a causar revuelo entre la multitud.
Finalmente, el guerrero rompe su quietud. Eleva la cabeza lentamente hasta que, a través de las rendijas del yelmo, el rey puede encontrarse con su mirada.
Y lo que encuentra allí lo hace estremecer de rabia... y a su pesar de miedo.
De un verde antinatural, con una pupila vertical. Unos ojos que brillan incluso en la distancia; no de una manera cálida sino chocante, provocando el deseo contradictorio de apartar la vista... o de no hacerlo jamás.
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Editado: 27.12.2025