No hay crueldad que se equipare al alzar a un hombre por encima de sus iguales, solo para dejarlo caer estrepitosamente en la boca de un lento anonimato.
John K. Hart, el actor más famoso de su generación, epítome indiscutible de la contra corriente, vivió sus mejores años interpretando el rol de hombre rebelde que no conoce más leyes que las fabricadas por su ánimo temporal. De entre todos sus papeles el rol de James Santana, el valiente explorador de la selva, fue el más famoso y reconocido. Su cabello largo, sus ojos grises y sus facciones duras y angulosas lo volvieron materia prima de fantasías globales.
A punto estuvo de entrar al firmamento de los astros eternos, de tatuarse en los recuerdos de los mortales que observaban con admiración como se convertía casi en intocable, un inmortal de la pantalla grande, un embajador de fantasías. La apuesta era casi segura, y lo único que podía hacerlo caer, era una fuerza igual de impresionante.
Claire Louise era bella como no lo era nadie. La indecisión en sus facciones delicadas, que parecían fundirse unas con otras en su piel pálida, le conferían un aspecto cuasi extraterrestre. Una creación de otra mente, una ninfa perdida en el estómago de una ciudad gris, hasta que John K. Hart la encontró en una cafetería, sin saber que detrás de su frágil fuego encontraría una noche interminable.
Claire Louise, tan bella como espabilada. Su infantil anhelo de protección había madurado en un instinto de supervivencia tan afilado que podría cortar cualquier sueño. Hart tampoco era un alma puritana. La fantasía lo había consumido a tal grado que, cuando se asentó la rutina y comenzó el aburrimiento entre ellos, poco o nada quedaba de sí mismo.
Cuando el amor ya no pudo sostener el peso de los errores, Hart pidió el divorcio. Louise se defendió con la destreza de un esgrimista. Los periódicos se llenaron de tinta, en un espectáculo moderno inspirado por la crueldad pública del Coliseo Romano. Sus gestos privados, confesiones hechas para mantenerse en el calor del secreto, acusaciones aquí, insultos allá, todo se volvió parte de las conversaciones del público. De pronto, la fantasía rota, y las arcas vacías. Louise ganó todo, y se fue. Aun así, a Hart a veces le gustaba visitarla en fotografías.
Hart sobrevivió a la tempestad de su amor terminado, más no así la fantasía del héroe nocturno que tanta fama le había traído. De pronto, ya nadie lo quería ver, porque se había vuelto traslúcido, y su humanidad aparecía en pantalla. Y con ello, además, los amigos se volvieron fantasmas.
Con la fama desahuciada, Hart emprendió el viaje en retroceso, hasta sus inicios: comerciales, roles pequeños de los pocos directores que aún lo admiraban, presentaciones de relleno. Al poco tiempo el anonimato lo engulló por completo, y él, solo y olvidado, comenzó a refugiarse en el cine de medianoche donde a veces proyectaban sus películas.
Una madrugada se encontraba en esta dolorosa travesía a sus mejores tiempos, cuando un hombre se sentó a su lado, y tocó su hombre:
-John K. Hart ¿es usted, cierto? – dijo el hombre con la voz acelerada por la emoción-. Lo he reconocido desde hace varias semanas, pero hasta ahora me había atrevido a hablarle.
Hart miró la sala, esperando encontrar alguien que callara al emocionado hombre. Con tristeza se dio cuenta que solos ellos dos veían su película.
-Sí, sí, soy yo.
-Un honor conocerlo- el hombre le extendió la mano-. Soy el más grande admirador de su personaje, James Santana.
John K. Hart estrechó su mano. El agridulce encuentro con un vago fragmento de su fama le estrujó el corazón.
-Muchas gracias- dijo Hart, mientras se paraba del asiento-. Si me disculpa, mañana tengo que trabajar.
El pasillo estaba repleto de nuevos cartelones. Le sorprendió lo jóvenes que eran los nuevos héroes. Casi no reconocía ningún nombre.
-¡Señor Hart!
El hombre de la sala lo había seguido por el pasillo. Era delgado, de lentes y un poco más bajo que él. Era torpe para correr, y Hart pensó que admiraba a James Santana, porque James Santana jamás se podría parecer a alguien como él.
-Señor, no le dije mi nombre- dijo aquel hombre.
-No se lo pregunté.
-Dr. Erik Morgan, del instituto de ciencia y física- dijo, intentando recuperar el aire tras unos pocos metros corriendo-. Señor, no me había atrevido a molestarlo antes, pero tengo un artefacto en el laboratorio, y me gustaría mostrárselo.
-¿Está usted loco?- respondió Hart-. Es la una de la mañana ¿por qué habría de acompañarlo? Déjeme en paz ¡Yo ya no soy James Santana!
Dio unos cuantos pasos, hasta que el Dr. Morgan consiguió detenerlo de nuevo.
-¿Y si pudiera volver a serlo, señor?
-Eres un lunático.
-Soy un científico, señor- respondió Morgan-. Científico y admirador de sus películas. James Santana fue lo único que me permitió sobrevivir en mi juventud, y estoy convencido que el público ha sido tremendamente injusto con usted y su causa. Santana fue mi único amigo por años. Déjeme recompensarlo por eso, señor.
Hart lo miró de nuevo. Ya no era tan joven, pero seguramente podía defenderse de alguien como Morgan si la ocasión lo ameritaba. Además, pensó, era tal el hastío en su vida que hasta el peligro era bienvenido.
(Continuará).
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