La pantalla se iluminaba de múltiples colores. Las luces acordaban una nueva fantasía, el viaje a lo increíble los absorbía en la oscuridad de una sala casi vacía.
Hart dio tumbos por los asientos, hasta llegar con el Dr. Morgan. Tenía miedo de no encontrarlo, pero ahí estaba, su fiel, fiel admirador, devorando las últimas palomitas que la dulcería había vendido.
-Dr. Morgan ¿puedo hablar con usted?
El Dr. Morgan lo miró por un segundo, y volteó a ver la pantalla. Ese día proyectaban “James Santana y los mercaderes de la muerte”.
-Dr. Morgan, quiero pedirle un favor.
El Dr. Morgan siguió comiendo sus palomitas.
-Lamento mucho haberlo empujado, pero, por favor Dr. Morgan, lléveme de nuevo.
El Dr. Morgan se dio la media vuelta. Era una visión completamente irreal, James Santana a su lado, James Santana en la pantalla. Tenía que converse a sí mismo de lo que estaba sucediendo. De cualquier forma, se mantuvo compuesto y serio todo el tiempo.
-Señor Santa…Hart, señor Hart- dijo el Dr. Morgan-, me imagino que se refiere usted al laboratorio, puedo llevarlo, pero esta segunda vez podría ser diferente.
-¿En qué sentido?
-Señor Hart, si lo vuelvo a llevar, y se queda más de cinco minutos, podría resultar en un desastre.
-¿Qué desastre?
-Podría quedarse ahí el resto de su vida, su mente perdida por siempre en aquel universo alterno. Apuesto a que no le gustaría eso.
Hart se dio la media vuelta, y apoyó la espalda torpemente en el asiento.
-¿Qué sabes tú de lo que me gustaría o no, imbécil?- respondió Hart-. No sabes nada de mí. Ilusiones tontas, eso lo único que sabes.
-¿Y hay algo más por saber, Sr. Hart? - respondió el Dr. Morgan- ¿Tiene algo más que contarme, que no sean fantasías?
Hart se quedó sin palabras. Siguió con la mirada perdida en su figura agrandada en la pantalla del cine.
-Entonces ¿me vas a ayudar o no? - preguntó Hart.
El Dr. Morgan se quedó en silencio. Quería escuchar el discurso que sin titubear recitaba James Santana en la pantalla.
Algún aguijón se quedó atrapado en su piel. No importaba; si había veneno, podía cortarse un trozo de piel, sin proferir un solo gemido de dolor, con el cuchillo de mango de cuero, robado de un museo nacional inglés luego de enfrentar al espía que le había echado el ojo al mismo botín. En el mundo real eso no serviría para salvarlo, pero en aquel lugar, eso iba a curarlo.
John K. Hart aún aparecía, a veces. A menudo le traía visiones de alfombras rojas, de salones repletos que gritaba su nombre, pero en las noches, le traía recuerdos de calles vacías. En sueños le aparecían rostros distintos: cálidos, amables, que llamaban su nombre. Pero le aparecía también el rostro diáfano de una mujer bellísima, y sus deseos de despertar y volver a recorrer la selva se multiplicaban.
Un rugido. Un rugido que agitaba hasta la parte más íntima de los árboles. Las aves huían en multitudes, los otros animales reculaban en sus refugios. Más no así James Santana. Cuando todos huían, era cuando James Santana sentía más profundo un llamado de algo que no sonaba a su nombre, pero que lo seducía con promesas de un placer pasajero.
James Santana se acercó a la fiera. El rey jaguar se plegó en el suelo, su respiración apenas vibrando con notas oscuras. La fiera empezó a caminar hacia él Santana hizo lo mismo. Hart no estaba ahí ¡Hart ya no existía!
El jaguar se preparó para el salto. Santana tanteó el terreno, preparando en su mente cómo lograría salir victorioso. Una parte de él estaba confiada: sabía que, pasara lo que pasara, saldría ganador. Nunca conocería una derrota. Y esa era la condena de su fantasía.
El jaguar rugió, y lo mismo hizo Santana:
-¿Miedo?- gritó con fuerza- ¡El miedo le teme a Santana!
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