El Adiós Que Nunca Quise

Capítulo 42

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DALIA

Estaba atrapada.

El miedo corriendo deliberadamente, otra vez, en mis venas. Pronto sentí a mi respiración difícil de manejar..., hasta qué quedó fuera de mi control.

Esto no está pasando. Comencé a repetir, pero sólo el hecho de saber qué si lograba escapar, salir de esta prisión disfrazada de una hermosa casa de playa no tendría dónde ir. O con quién ir.

Nada.

A nadie.

—¿Recuerdas la primera vez qué tuviste la confianza de mostrarme una de tus pinturas? —Preguntó Jack cómo si nada estuviera pasando, cómo si esta fuera una de las conversaciones más normales qué él podría tener conmigo. Me giré sobre mis pies para verlo. Algo andaba mal.

Mi vista. Estaba rara, ¿acaso...?

Me llevé rápidamente las manos a mi rostro, mis mejillas estaban secas pero mis ojos querían expulsar todo.

No, no, no. No puedo llorar.

No aquí.

No frente a él.

—Aún recuerdo a la perfección cuáles fueron tus palabras cuándo me diste aquel portafolio en las que guardabas tus pinturas, dijiste: «Tal vez sea sólo un hobbie qué me guste mucho hacerlo desde los 10 años, o tal vez se esté convirtiendo en pasión por la pintura..., no sé pero quería mostrarte qué está es una de las muchas facetas qué casi nadie conoce de mí».

—Jack —mi voz fue un susurro, tal vez no logró escucharlo pero en verdad necesitaba qué se alejará, o qué yo lo hiciera. No podía romper en llanto a pesar de estar tan cerca.

—No te diré qué te tranquilices porqué soy la persona menos indicada para decírtelo en estos momentos, en las circunstancias en las qué estamos —hace una breve pausa, observo en él una fina línea en sus labios y sin expresión alguna en su rostro—. Pero sí te pido qué pienses en la verdadera paz qué tuviste contigo misma mientras pintabas, mientras dejabas qué la única dueña de tu mente fuera la creatividad y el motor con el qué la expresabas fuera la pintura.

Fruncí el ceño. No entendía nada, estoy confundida.

No, él me confunde.

Jack comenzó con pasos pequeños y algo indecisos a acercarse a mí, sin embargo, logré encontrar las fuerzas para levantar la mano en señal de alto. Él obedeció.

—Los bebés aprenden a caminar dando un paso a la vez. No eres un bebé Dalia, y tampoco estás aprendiendo a caminar pero sí necesito qué sea una a la vez. Una respiración a la vez.

Fue hasta ese entonces qué caí en la cuenta qué estaba hiperventilando. Caí sobre mis rodillas después de la debilidad de mis pies, y ya no logré ser capaz de alejar a Jack porqué él ya estaba agachado a mi altura con sus manos sobre mis hombros.

Sentía su mirada, de verdad la sentía buscando la mía, pero la mía estaba perdida en el piso. Pérdida y borrosa.

Pinturas.

Pinceles.

Las camisetas con manchas de pinturas lucían 'cool' en su momento.

Comienzo a imaginarme estar en el balcón de la casa de verano de mi madre, en California. Siempre subía ahí a las 4:30 de la tarde para poder pintar el atardecer.

Escuchaba la voz de Jack de manera repetitiva, pero rápidamente esta pasó a ser ruido de fondo.

Particularmente, los de verano y otoño eran mis favoritos, los más bonitos. Y todos los días había algo distinto en los colores del cielo a esa hora, y antes de dejar de lado la pintura me fascinaba pintarlos, esperar a qué se secarán, guardarlos en una de las múltiples colecciones escondidas bajo el piso de mi habitación.

Puedo jurar qué en ese entonces esa era mi verdadera definición de felicidad, mi manera de escapar de la realidad: pintar.

Sentir la brisa empujar los pequeños mechones qué sobresalían de mis trenzas, la suave luz del atardecer sobre mi y mi alrededor, la manera en cómo las pinceladas sonaban, el cómo los colores se mezclaban y encajaban a la perfección...

Cuándo terminaba de pintarlos, recuerdo mostrárselos a algunos trabajadores y me decían qué no veían diferencias, qué los veía casi todos iguales y eso no me hacía sentir mal.

Al contrario.

Me ponía feliz y eran las únicas veces que me sentía especial, porqué era la única qué podía saber y entender lo qué aquellas pinturas intentaban transmitir.

La voz de Jack comenzó a tener más protagonismo en mi mente, aunque eran susurros podía escucharlos a la perfección: "Uno", "dos". "Uno", "dos". Y así sucesivamente lo repetía hasta qué logré sentir nuevamente el control de mi respiración.

Intenté ponerme de pie, o alejarme de su contacto pero fueron en vano mis intentos.

Observé a Jack abrir ligeramente los labios, supuse qué para decir algo pero un sonido hizo qué girará su cuello y qué su mirada fuera seria y fija. La puerta qué hace unos momentos habíamos cruzado, se abrió de par en par.

Primero pasó otro señor de traje de negro, lentes oscuros y un auricular en su oreja. Detrás de él venía otra figura, el anterior señor se movió a un lado para qué ésta segunda figura pasará y llegará a nuestra estancia.

Nuestras miradas chocaron..., después de tanto tiempo.

Una pequeña sonrisa se dibujó sobre las curvas de sus labios, un miedo más fuerte me volvió a hundir más profundo qué lo qué sentí con Jack.

Mi mente, mis sentidos, todo de mí me había abandonado en cuestión de segundos, dejándome vulnerable y pude sentir cómo el terror se reflejaba en mi rostro.

—Gracias por cuidar a mi princesa —dijo mientras comenzaba a acercarse a mí. Mis rodillas aún en el suelo reaccionaron y me permitieron alejarme ante su cercanía.

Tan natural cómo el instinto de la presa al huir de su depredador.

Jack me observó alejarme asustada, y mientras él se seguía acercando Jack se puso de pie y se puso entre nosotros.




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