El Admirador de las Estrellas.

IX.

He contado los días, 39 en total, y esta desazón no me abandona. Al contrario, con el paso de los días, mi corazón se pone cada vez más pesado.

No saludo a Danny cuando lo veo en el liceo, pero Cindy, a pesar de que no se le despega, no luce más contenta por eso. Será porque ella no es pendeja y ya descubrió que mi acritud no se debe a que “le tengo miedo”. Más bien es bastante estúpida si esperaba de mí eso.

Pero me hierven los celos. No sabe cuánto la odio a ella y a su mortificación corrosiva. Exactamente eso es lo que le tibia, que mi irreverencia hacia ella reverbera en el resto de las hembras y eso la desmorona. ¡Qué ego tan enfermo tiene esa mozcorra!

Pero sí hay algo que se nota en el liceo, y a ella eso le estorba tanto, que me agrada. Se ve que la misma sombra de desazón está en idéntico peso repartido entre los hombros de Danny y los míos. Se ve que nos estamos cocinando a fuego lento dentro de los dos extremos opuestos de una misma paila, y que el día menos pensado estaremos doraditos para ser servidos en escabeche. Lo dicho, ahora todos me asocian con Danny. Claudio y Cindy incluidos.

Últimamente debo cargar la batería del celular tres veces diarias, porque la gasto toda viendo hacia ese cielo nocturno tan majestuoso que Danny me regaló. Consume mucha energía. La aplicación se actualiza todas las noches, así que el cielo cambió de cara con el equinoccio. Yo no sabía que esa era una palabra latina que significa “equidad de noches”, la noche dura tanto como el día. Danny me había regalado magia, y yo, a cambio, le he regalado mi desprecio. Quizás ese sea el motivo de mi desazón.

Pero no puedo olvidar el agravio al que me sometió. Que mi nombre haya terminado siendo la comidilla de todo el pueblo no me hizo ninguna gracia y, lo que es peor, la acritud hacia mi ofensor no ha mejorado en nada mi socavada imagen. Pero esta guerra fría no la voy a poder aguantar yo por otros 39 días más. Me está matando.

Tengo que sobreponerme a mi cobardía y hacer algo al respecto. La pelota está de mi lado de la cancha, pero soy tan inteligente, que no tengo idea de cómo darle a la raqueta para devolvérsela a Danny. Estoy amarrada a mis pruritos morales, y nada gano con mis ganas de maldecir a la educación.

Mirando a ese cielo nocturno chiquitito y majestuoso que tengo dentro de mi celular, veo otra vez esa extraña alineación a la que antes no había tomado en serio. Una alineación de tres estrellas inmóviles, a la derecha de la pantalla, que me resulta muy familiar. No brillan, y las he visto en otras aplicaciones que no son estelares.

Como suelo hacer, en especial en las aplicaciones desconocidas, las toco, ¡y aparece una barra de opciones que no sabía que existía! Soy tan inteligente, que la descubrí 39 días después.

Entre las opciones hay cosas asombrosas: “Identificar constelaciones”, “GPS”, “Conectar con otros telescopios espaciales” y el más mundano e inesperado de todos, “Chat”.

“¿Esto tiene su propio chat?”, y presioné la opción, para descubrir que Danny ya había intentado, en 4 ocasiones, contactar conmigo.

  • “Hola. ¿Estás ahí?” Hace 39 días.
  • “Ya sé que no quieres hablarme. Pero estoy aquí, si algún día quieres.” Hace 23 días.
  • “Disculpa de nuevo. Es para decirte que recaí en el vicio. Ahora no puedo parar de mirarte, a toda hora, cada vez que puedo hacerlo sin que te des cuenta.” Hace 11 días.
  • “Disculpa de nuevo. Es para decirte que estoy loco de amor por ti.” Hace 3 días.

Me quería morir. ¡Trágame, tierra! Yo estaba tan automática, que inmediatamente pensé fue en Claudio. ¿Por qué, si hace años que ese imbécil no piensa en mí? ¿Por qué él aparece 15 veces en las 20 páginas que llevo escritas?

De repente, apareció un globito en el chat: “Hola, Selena.”

Grité como si hubiera visto a un fantasma, y mi cielo nocturno en miniatura voló por los aires dando vueltas como loco. Quiso la benigna gravedad que volviese a caer sano y salvo sobre la suavidad de mi cama. No sé qué hubiera hecho si cae al suelo y se hace mil pedazos. Aunque por un segundo lo desee.

Enloquecida de pánico atroz, volví a tomar el celular entre mis manos temblorosas, vi la pantalla y ya había otro globito:

“Tu puntito verde está encendido, Selena, por primera vez en la vida entera que tengo esperándolo. Por favor no te vayas. Quiero decirte algo.”

Me quedé tiesa, viendo cómo la aplicación decía “Typing…” y con cada titileo de esos tres puntos seguidos yo sentía que se me iba escapando el alma, pero no pude con tanta presión. Mi alma se fue cuando apareció el siguiente globito:

“Estoy mirando tu constelación, Selena. El Cisne, la Cruz del norte, y me siento grande.”

“Como Constantino el Grande. Porque te veo a ti”

“Porque fuiste tú quien me dijo: ‘In hoc signo Vinces.’ Con este signo vencerás.”

“Fue la señal del cielo que él recibió, la señal de la cruz.”

Danny escribía rapidísimo. Globito tras globito aparecían en el aire sin tan siquiera respirar, y el “Typing…” parecía querer una pausa, pues jadeaba como un perro aterrado.

“Yo no soy un tipo religioso, pero creo en milagros, en especial si los veo.”

“Y para mí, Selena, tú has sido el más grande milagro que me ha ocurrido.”

“’In hoc Cygnus Vinces’. ‘Con este Cisne vencerás’, y vencí. Por fin estás en mi chat.”

“Lo logré. Te di ese algo con lo que por fin logré llegar hasta ti. Al fin.”

“Un Cisne como tú era el signo que yo esperaba.”

“Para estar tan seguro como lo estoy ahora…”

Y me quedé esperando. Danny había tipeado tan rápido, que no comprendí por qué de repente se había detenido, no más “Typing…” ¿qué eran esos tres puntos suspensivos que él dejó colgados sobre el Cinturón de Orión?




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