El Admirador de las Estrellas.

X.

Mis ojeras parecían dos alas de murciélago.

Estoy segura que cuando me vea, en vez de amarme, Danny se va a ir es volando, pero a Marte. “Amarme”, el concepto aún no me entraba en la cabeza, era extraordinario. ¿Era esa la palabra que yo quería usar?

Fui para el liceo como quien va al cadalso. Con esa cruz a cuestas, el camino se me convirtió en la Vía Dolorosa, y esa no era ninguna señal de grandeza. Me sentía aplastada como una cucaracha bajo la sandalia, pero la del pescador.

Atender a clases en esas condiciones fue imposible. La profesora de Geografía habló fue de Turquía y yo solo pensaba en mi dilema y mi problema. El avance de las horas fue un Vía Crucis del que tuve que recurrir a la Lacrimosa de Mozart para disfrazar mi miedo de tristeza.

Que esas fuesen sus últimas notas en vida me hizo proyectar calaveras en mi cabeza. Memento mori de una hora que se aproximaba inexorable; la del final de clases.

Coronada con esa zarza de espinas que me atormentaba la cabeza, “Madre, he aquí a tu hija.” serán mis últimas palabras cuando me claven la estaca en el corazón, porque estoy vampira. Basta con ver las ojeras bajo mis parpados para confundirse fácilmente.

Pasar tantas horas sobre el mismo asiento, por el miedo que tenía de enfrentar al mundo, sin nadie que viniera a indagar por mi suerte, ni siquiera Catherine ni Vanessa, mis más fieles apóstoles, me aplastaron mucho más el ánimo. Tanto como quedaron mis nalgas luego de estar horas sentada sobre esa tabla de torturas llamada “el pupitre”. Hasta que por fin sonó el último timbre. La hora de salida de clases.

Pensándolo, yo no tenía que ir allá. Él lo prometió; si yo no iba, no me molestaría nunca más. Eso me terminaría de matar. Yo no aguantaba ni 39 minutos más.

En mi memoria, volví a acudir a mi cayado y mi socorro en esta hora tan negra y miserable, Dies irae, de cuando vi a Wendy por última vez. Mi cara, aún chiquita, cupo entre sus manos temblorosas. Su torrente de lágrimas, que brillaban fértiles de amor, fue la más hermosa y dolorosa lluvia de estrellas que vi jamás, y en mi mente escuché lo último que le oí decir a Wendy de sus labios:

“Selena, eres lo único que queda de la Wendy original. Cuídalo bien.”

Después de eso, Wendy se fue “al más allá”, que es como mi familia llama a ese chateau en Suiza donde ella vive ahora, la condesa de Stauffenberg con la piel más extraña que se haya visto en Zürich, y en donde lo tiene todo, absolutamente todo, menos aquello que era el fuego atómico que motorizaba su vida entera: el amor.

“Te cuidaré con mi vida, Wendy. Ya verás.”

Morral en la espalda, aguantando las tiritas, sintiéndome mejor con esa promesa hecha a mí misma, lo que queda de la Wendy original, yo solo veía mis zapatos, uno adelante, otro atrás, caminando, y seguí caminando hasta que mis dos zapatos se volvieron cuatro. Me chocaron de frente.

“¡Danny!”

“Te amo, Selena.” Me lo soltó a bocajarro, y yo me quedé parada, en el sitio, tiesa como una estatua.

Danny se veía desastroso con esas alas de murciélago bajo los párpados. Tan pálido y ojeroso como un cantante de KISS, como si un camión le hubiese pasado por encima y, no contento con eso, lo repasó en retroceso. Lo pisó, y luego lo repisó. Le hicieron la repisa con todo y florero, porque parecía un ataúd.

En justicia al amor romano, esto no tenía nada de romántico, a menos que estuviésemos en Halloween, y no lo estábamos. La escena era muy emo.

¿Así que yo no fui la única que quedó mal parada después de la “estrellada” de anoche? ¿Así que yo no “disfruté” de esta tortura en solitario? Eso me llenó de satisfacción, tanto, que no me di cuenta de cuándo empecé a dibujar en mi rostro esa sonrisa tan lunar y malévola. A Danny se le veía clarito la estupefacción, no sabía cómo interpretar mi reacción.

¿Acaso no ves mis ojeras, cariño? ¿Acaso no notas la lacrimosa condición en la que me ha dejado tu declaración… de amor?

“Te ves igual a mí, Danny. La noche fue igual de larga para los dos. A eso lo llaman ‘equinoccio’, ¿sabías?”, rematé.

Danny sonrió con melancolía, “Ya no sigas bromeando, ¿sí?”

Mi bully me tomó con suavidad entre sus brazos, e increíblemente, yo se lo permití.

“Selena, prométeme que, si algún día llegas a perdonarme, vas a permitirme que yo te pida ser mi novia.”

“Eso dependerá de varias condiciones.”

“Las acepto todas. Dime cuales son.”

“Necesito hablarte de alguien muy especial.”

Al parecer eso lo asustó, porque hizo entre los dos el espacio suficiente para que yo pudiera ver con nitidez el oliva oscuro de sus ojos preocupados. Eso me gustó mucho.

“¿Quién es él?”

No es un él, sino una ella. Así como el amor vino de las estrellas con el primer beso de una súper nova, ella es la materia prima original de donde aprendí a ser Selena. Deberás aceptarla si me quieres tal cual como soy.

“Se llama Wendy.”

Siempre supe que ese nombre movía las fuerzas de la naturaleza, y es por eso que no se dice.

Al pronunciarlo, repentinamente la garra de un búho nival se tragó de un zarpazo todos los sonidos. No se volvieron a escuchar el ulular de los aires acondicionados ni los motores de extracción de agua. Solo quedó el trinar de los pájaros y el batir de los árboles al viento.

Se acababa de ir la luz.

Aún era mediodía, así que no importaba. Ya yo estaba entre sus brazos.

Cuando esos chismosos empiecen a decir nuestros nombres combinados, no habrá apagón que valga. Las flores parecerán ventiladores, de lo fuerte que girarán sus pétalos, y las mareas subirán, pero de amperaje, porque nuestro amor sí que va a mover las fuerzas de la naturaleza.




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