El alambique de los sustos

El alambique de los sustos

Estoy sentado en esta antigua banqueta construida en una pieza entera de castaño. Al moverme responde, a destiempo, con pequeños crujidos. Tiempo y uso han gastado sus vetas casi tanto como martirizado mis posaderas. Quizás esté pidiendo a gritos su jubilación y es que son muchos años de servicio…

Aquí me hallo, en esta banqueta que no es cualquier cosa. La misma que permite entrever capas de barniz solapadas unas encima de otras. Entretanto pegado a la cocina escucho plácidamente los leños consumiéndose entre silbidos y chasquidos.

Olor difícil de describir, penetrante e intenso a la vez, maniático a la hora de impregnarlo todo. Se cierran mis párpados y creo estar en verano, a treinta grados pero no, el vaivén de la banqueta y los días cortos me trasladan al hoy.

Soy dichoso observando como arden los palos. Los haces de luz se alargan en cándida presencia, adoptando formas caprichosas y zigzagueantes sobre el suelo de terrazo.

He puesto la mesa en la esquina, clareada por jirones de luminosidad. Semejan abrazarla con ternura, expandiéndose y encogiéndose al compás de las llamas.

Cuando me deleito lo suficiente entonces y solamente entonces prendo la bombilla y súbitamente regreso a mi época. Me he hecho viejo excesivamente pronto…

Ha desaparecido el imaginario nocturno. El mismo que adopta como propios mis sentidos adulterados por los bailoteos caprichosos de la luz. Ésta sale por la portezuela de la cocina de hierro como si de una criatura viva se tratase…

Me gusta cocinar de puchero y comer de cuchara mas en este momento, pertrechado en mi hogar, no reconozco más que este suelo de terrazo, el olor penetrante de la madera quemada y la lluvia con su llanto arrullador.

Pese a todo aquí está mi banqueta amiga, moviéndome adelante y atrás sin parar de quejarse. Dos cabezadas y sueño... Ella lanza aullidos rumbosos y a su manera seguro que también lo hace.

De vez en cuando me pone firme y tras hacerme regresar tomo sentido de la realidad: ni playa, ni treinta grados. Nada de mantas descosidas por manos torpes ni alborotadas iglesias a golpe de domingo. ¡Nada de eso!

Despierto y sigo aquí, en mi cocina de los años setenta. Sentado al terminar el día en una vieja banqueta parlanchina. Y por supuesto reconfortado por mi amada cocina de leña. Me quita el frío proveniente del norte y claro, siendo como soy llano y de gustos sencillos me vuelco en esta plácida felicidad.

Sonrío al desvelar mis recuerdos. Doy vueltas a mis cosas; a eras pasadas. Vuelvo a verme de niño, prendado del mágico funcionamiento del alambique. Recuerdo verlo liberar gota a gota, formando y conformando olores y sabores prohibidos para mi edad.

Pero también recuerdo los ancianos con sus encendedores de chispa, sus boinas con largos rabillos, pantalones de pana y gruesos jerseys de lana. Rodeaban la lumbre para contar historias de miedo; cada cual más escabrosa que la anterior. Como he dicho, por aquel entonces yo era un crío. Ahora no soy más que otro viejo retroalimentado por sus remembranzas…

Cuanto soltaban por aquellas bocas me lo tomaba al pie de la letra. Mis padres no sabían que paraba por allí y Dios me librara pues de saberlo me ganaría un buen rapapolvo…

Cuando uno hablaba los demás aguardaban turno pacientemente, excitados ante la emoción de ser el narrador de la historia más inaudita. Ni el aleteo de una mosca osaba romper aquella atmósfera misteriosa de cuentacuentos «de mercadillo».

Lobos de mar en su mayoría. Subían de forma constante sus tazas, echando largos tragos de aguardiente. Casi sin respirar mordisqueaban bocadillos de calamares con pan casero, humeante como sus alientos. Cuerpos calientes al regazo del alambique y calientes sus entrañas al regazo del orujo…

Entonces recuerdo que entró a escena un hombre al que jamás he olvidado: don Paco.

—¡Sigue Paco! —Exclamó uno a mi izquierda cuando el orador se había detenido, ensartando la mirada en las vivas llamas que calentaban la retorta.

A buena fe que continuó. En ocasiones palidecía como si el fuego no fuese capaz de aportarle el calor suficiente mientras que otras veces sus mejillas, sonrojadas por el alcohol, parecían perder hasta la última arruga, estirándose hasta poco menos que desgarrarse…

Para mí aquel santuario rozaba lo místico. Inclusive imaginaba como sería yo a la edad de aquellos hombres; ahora ya lo sé. Era más que evidente que en aquel cobertizo se almacenaba mucha sapiencia y no por los estudios, ya que ninguno los tenía, sino por la universidad de la vida.

Yo evitaba a los críos tontos de mi edad porque pasaban el día jugando a la pelota o al aro. Eso desde luego no iba conmigo pues yo ansiaba emociones vitales, retos para hombres de pelo en pecho…

Me sumergía de lleno en aquel escenario que duraba apenas un par de semanas al año. Al despachar la clientela don Paco cogía los bártulos y arriaba a otro pueblo. Asentaba el alambique de cobre y vuelta a empezar con la destilación; repitiendo este proceso de aldea en aldea.

El mero hecho de estar presente me hacía sentir que los cuentos cobraban vida fuera de los libros de aventuras y misterio que me prestaba doña visitación, la maestra.

Aquel cordial aquelarre se cocía a fuego lento en la marmita de los encantamientos. Aún siendo un mocoso ataviado con largos pantalones, zapatos negros y jersey a rayas podría, si don Paco me lo mandase, encontrar su aguja favorita escondida en el pajar.

Pienso y lo digo sinceramente que fue como si en aquellos tiempos hubiese adquirido una madurez precoz impropia de mi edad. Sentado sin más, mirando las llamas e idolatrando aquellos viejos de correosas manos e insaciables gargantas…

Risotadas al calor de la noche en un día de perros. Lo recuerdo perfectamente. Sin comprender la gracia de turno yo volvía a destornillarme. Al rato don Paco pasaba al mutismo y, hecho aposta o no, aprovechaba la coyuntura para meterle al cuerpo otro sorbo de aguardiente.




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