"Querido lector, esta es la primera historia que publico, te recomiendo leer con calma para que tengas una mejor experiencia"
Prólogo: Año 8002, la nave humana llamada Sperans aterrizó en el planeta Nuc-02 (Nuctur Drack-00002), el aire era completamente respirable. los humanos salieron de la nave en máquinas gigantescas a preparar el terreno, destruyen todo a su paso, los bosques del planeta se iluminaron con las luce de las máquinas, los sonidos eran fuertes, alterando el silencio del planeta...
La nave Sperans aterriso fuertemente. No paso mucho cuando los humanos se toparon con los nativos de la zona, seres que fueron nombrados como Miluxs, tenían apariencia humana, orejas grandes y puntiagudas, ojos azules grandes adaptados a la oscuridad del planeta, colas iluminadas de un color azul claro y un patrón blanco y negro en sus cuerpos. Lo que hicieron los humanos con los Miluxs podría considerarse inhumano. Asesinaron y capturaron a varios Miluxs cruelmente para estudiarlos, los Miluxs más pequeños fueron llevados a zonas alejadas de los padres, entre ellos, una pequeña Miluxs llamada Khiu.
Comienzo:
Los sonidos eran fuertes.
Gritos...Golpes...El eco metálico de algo rompiéndose.
Yo era tan pequeña… tan indefensa… y lo único que podía hacer era acurrucarme y temblar dentro de aquella caja de barrotes fríos.
De repente todo se calmó.
Mis oídos, aún zumbando, solo alcanzaron a reconocer pasos ligeros. No eran los pasos pesados de los soldados que me habían traído aquí; estos eran suaves, casi tímidos.
Levanté un poco la cabeza. Mis ojos, llenos de lágrimas, apenas podían enfocar, pero distinguí una pequeña silueta del otro lado de los barrotes.
Era un niño. ¿Como yo?
No… era diferente.
—¿Ey? ¿Cómo estás? —su voz sonó tranquila, suave, como si no perteneciera a aquel lugar.
No entendí sus palabras, pero algo en su tono me llegó igual.
No respondí. Mi garganta estaba muda… o tal vez yo simplemente no sabía cómo hablarles a los de su especie.
El niño volvió a hablar, agachándose para mirarme mejor.
—Oye, ¿estás bien? ¿No entiendes lo que digo? ¿Por qué no me respondes?
Sus palabras seguían sin tener sentido para mí, pero su voz… su voz tenía algo tierno.
Aun así, el miedo me paralizó. Me tapé el rostro con las rodillas, esperando que se alejara como los demás.
Pero no lo hizo.
Al contrario: acercó su mano y la metió entre los barrotes.
Sus dedos tocaron mi cabeza con una mezcla de curiosidad y cuidado.
Para mí, ese gesto significaba mucho más de lo que él podía imaginar.
Levanté la mirada rápidamente. Él vio mi rostro por primera vez.
No se asustó.
No retrocedió.
Sonrió.
—Ya estás mejor, ¿verdad? Parece que no hablas… —se llevó la mano al bolsillo—. ¡Mira! Esto es una moneda. Me la encontré afuera. Se le cayó al capitán.
No entendí sus palabras, pero sí entendí la intención: quería enseñarme aquel objeto pequeño y brillante que atrapaba la luz.
Su voz, su gesto, su calma… todo en él me resultaba extraño pero tranquilizador.
Se sentó junto a los barrotes, hablándome como si fuéramos viejos conocidos.
Yo solo lo observaba, curiosa.
Era la primera vez que sentía algo diferente al miedo desde que llegué aquí.
Y lo único que nos separaba…
era aquella tonta jaula.
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Las luces se apagaron. Todo quedó sumido en una oscuridad espesa.
El aire tenía un olor extraño, frío, como el aroma fuerte de una flor nocturna que me hacía doler la cabeza.
Él ya se había ido.
Ese niño que me miraba con curiosidad y hablaba con una voz tan suave… estar con él me quitó el miedo por un momento.
Pero era inevitable recordar a mi familia.
¿Donde están? ¿Cómo están?
Quizá nunca vuelva a saberlo.
Me recosté en el suelo helado, acurrucada bajo un pedazo de tela que apenas cubría mi cuerpo. Mis ojos seguían llenos de lágrimas. Mis brazos se apretaban alrededor de mí misma, y en mi mano aún guardaba aquel objeto redondo y brillante que él me había dado.
Sin darme cuenta, me quedé dormida.
—¡Ey!... ¡Despierta!
Esa voz.
Creí reconocerla, aunque no estaba segura.
¿Ya amaneció? Me pregunté.
No sentía calor… ni la luz de las plantas luminosas. Pero recordé que no estaba en casa.
Abrí los ojos. Levanté la cabeza.
Allí estaba él: el niño, asomado entre los barrotes, mirándome con una sonrisa.
Mi primer instinto fue cubrirme con mis rodillas. No era miedo… era mi forma de observarlo desde mi pequeño refugio.
—¡Por fin despiertas! Pensé que no lo harías. Soy yo, ¿te acuerdas? Ah… cierto que no hablas.
Su voz era tan tranquila que me hacía querer acercarme.
Entonces percibí un aroma distinto, cálido. Mis ojos se fijaron en sus manos: sostenía algo que no había visto antes.
—¿Quieres? Es pan.
Acercó la mano hacia mí.
Justo antes de morder aquel alimento, la puerta se abrió de golpe. Un sonido fuerte me heló la espalda.
—¡Zane! ¿Qué haces aquí? ¡No deberías estar aquí! ¡Sal inmediatamente!
La voz era violenta, dirigida al niño.
Él salió corriendo sin mirarme de nuevo.
El soldado se quedó allí unos segundos, hasta que llegaron más personas con trajes blancos. Abrieron la caja con barrotes y se acercaron a mí. Me tensé de inmediato. Uno de ellos tomó mi mano con suavidad.
El miedo me dominó, no pude resistirme.
Me sacaron de la caja y del cuarto helado y el mundo cambió alrededor de mí: aire fresco, voces humanas, pasos rápidos, pasillos blancos, pero aún no veía el bosque.
Me llevaron a un salón lleno de personas con trajes blancos. El que sostenía mi mano me habló con palabras que no entendía, pero su tono parecía amable.