Había pasado una semana desde que había comenzado a evitar a Daniel. Ese día, no le había respondido a Ángel, su hermano. Él se había dado cuenta de que yo estaba enamorada de Daniel. Al principio, me había sorprendido, pero luego había comprendido que él podía leer mis ojos cada vez que miraba a su hermano.
Después de aquel día, Ángel había dejado de insistir. Se había vuelto muy popular en el colegio. Por lo que observaba, no salía con nadie; solo establecía amistades con las chicas.
Daniel, por su parte, parecía más distante que nunca cuando estaba cerca de mí. No entendía por qué, si ni siquiera le había confesado lo que sentía. Aunque tal vez no importara; quizás todo aquello fuera solo cosa mía.
—Amiga, hoy a la medianoche es tu cumpleaños. ¡Estoy tan emocionada! —me dijo Adela, saltando y abrazándome con entusiasmo.
A la medianoche cumpliría 18 años y me sentía muy nerviosa. Mi corazón latía con ansiedad mientras pensaba en la tradición de nuestra manada. Era el momento en que la mayoría de los hombres lobo encontraban a sus parejas, pero lo más probable era que no fuera así para mí. Si mi pareja hubiera sido de nuestra manada, ya me habría reclamado.
Había mirado mis manos, que temblaban ligeramente mientras intentaba calmarme.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Adela, dándome un suave golpe en el hombro.
Sacudí la cabeza, intentando despejar mis pensamientos.
—En nada —respondí, forzando una sonrisa.
Adela me observó con escepticismo.
—Sigues pensando en Daniel —dijo con una voz suave, pero perspicaz.
Suspiré, sintiendo el calor subir a mis mejillas. En realidad, no estaba pensando en él… pero, al mismo tiempo, sí. Quería que él fuera mi pareja.
Miré por la ventana de la biblioteca, con la mente atrapada en un torbellino de pensamientos. Daniel y Julia se habían estado distanciando últimamente, y aunque no entendía qué sucedía entre ellos, su indiferencia hacia ella me daba una pizca de esperanza.
Suspiré y sacudí la cabeza, intentando alejar aquella idea de mi mente.
—Tengo que dejar de pensar en él —murmuré para mí misma, como si decirlo en voz alta pudiera hacerlo realidad—. Esperaré a la persona que la diosa haya escogido para mí.
Pero, en cuanto las palabras salieron de mi boca, una punzada de ansiedad se instaló en mi pecho. ¿Quién sería mi pareja? ¿Y si era Daniel?
—Solo estoy preocupada por mi pareja —confesé a Adela, sintiendo cómo la inquietud teñía mi voz—. No creo que esté aquí, en nuestra manada.
Adela me dedicó una sonrisa cálida, llena de optimismo.
—No te preocupes —dijo con convicción—. Un compañero puede cambiarte la vida. Estoy segura de que, a partir de ahora, serás muy feliz.
Intenté sonreír, tratando de contagiarme de su entusiasmo, pero una sombra de tristeza se instaló en mi pecho. Siempre había sentido que Daniel era mi compañero. Durante años, una conexión invisible me había unido a él… pero él nunca me había demostrado sentir lo mismo por mí.
"Estoy segura de que él no puede sentir lo mismo" —pensé, con un nudo en la garganta—. Si lo hiciera, al menos habría intentado hablar conmigo sobre ello.
Suspiré y miré a Adela con incertidumbre.
—¿Y si jamás lo encuentro? —pregunté con un puchero, sintiendo la angustia apretarme el pecho.
Adela tomó mis manos con ternura y sonrió.
—No te desanimes, amiga —dijo con dulzura y firmeza—. Tu compañero está ahí fuera, esperándote.
Pasé un largo rato conversando con mi amiga. Sin embargo, después de mi última clase, la esperé en mi aula por mucho tiempo… pero nunca llegó.
Con un suspiro, me levanté de mi asiento y caminé hacia la puerta, echando un vistazo a mi reloj por enésima vez. Finalmente, decidí marcharme. Tal vez Adela simplemente había olvidado nuestra cita.
Al salir, me dirigí al pasillo principal. La escuela estaba casi vacía; solo quedaban algunos estudiantes que se habían quedado a estudiar o practicar deportes. A medida que avanzaba, una sensación de soledad se apoderó de mí, y sin quererlo, mis pensamientos volvieron a Daniel… y a la posibilidad de que él fuera mi compañero.
Iba pasando junto a varias aulas cuando un sonido inesperado me detuvo en seco.
Unos gruñidos.
Un escalofrío me recorrió la espalda y los vellos de mis brazos se erizaron. Me acerqué con cautela a la puerta de donde provenía el ruido. Antes de asomarme, eché un vistazo al pasillo. Vacío.
Estaba completamente sola en esa parte de la escuela.
De repente, un golpe seco resonó en el aula.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Abrí la puerta de un tirón y me quedé helada al ver la escena ante mí.
Dos chicos se sujetaban por el cuello en un forcejeo violento. Pero lo que realmente hizo que mi corazón se detuviera fue reconocer sus rostros.
—¡Daniel! —grité, corriendo hacia él con el corazón latiéndome en la garganta.
Antes de que pudiera alcanzarlo, Ángel lanzó un puñetazo directo a su rostro. El impacto resonó en la habitación, y la sangre brotó de la boca de Daniel. La comisura de su labio se había partido.
Mi pecho se oprimió ante la visión de su dolor.
Llegué hasta él y, con manos temblorosas, intenté acariciar su herida, pero Daniel apartó ligeramente mi mano. Sin decir una palabra, se limpió la sangre con el pulgar, su mirada reflejaba una mezcla de dolor y confusión.
Dirigí mi mirada a Ángel, quien me fulminaba con los ojos llenos de ira y resentimiento. Su expresión me heló la sangre. ¿Qué pudo haber pasado entre ellos para llegar a eso?
—¿Qué está pasando? ¿Por qué le pegas? —pregunté, exigiendo una respuesta mientras apretaba los puños con rabia contenida.
Ángel me sostuvo la mirada por unos segundos. Sus ojos se oscurecieron de manera inquietante, y un escalofrío me recorrió la espalda. Algo en su expresión me puso en alerta.
Recordé que, cuando éramos niños, siempre tenía un temperamento explosivo, fácil de encender con la menor provocación.