Mi madre me dejó sola en la habitación, y el silencio se sintió abrumador, como si el aire mismo contuviera todos los pensamientos nerviosos que danzaban en mi cabeza.
Terminé de acomodar mi vestido y repasé mi maquillaje con manos temblorosas. Llevaba varios minutos debatiéndome entre bajar o quedarme allí un poco más. Mi corazón latía con fuerza contra mi pecho, y mis palmas estaban tan húmedas que tuve que secarlas contra la tela de mi vestido.
Tomé mis lentes y me los coloqué con cuidado, ajustándolos sobre el puente de mi nariz. No quería correr el riesgo de lastimarme en mi propia fiesta. Respiré hondo y me acerqué a la puerta, pero justo cuando estaba a punto de salir, la voz de mi madre resonó desde abajo.
—¡Mili! —gritó con entusiasmo—. Todos te esperan, ven rápido.
Mi estómago se encogió. ¿Todos me esperaban? ¿Como si fuera alguien importante? Cerré los ojos un momento, tratando de calmarme. Me giré hacia el espejo y me observé por última vez. Estaba hermosa… pero tan nerviosa que casi no lo disfrutaba. La luz tenue de mi habitación se reflejaba suavemente en el brillo sutil de mi labial.
Con un último suspiro, me obligué a salir de la habitación y empecé a bajar las escaleras. Pero cuando mis ojos recorrieron el lugar, me detuve de golpe.
Mi casa había sido transformada por completo. Las paredes estaban adornadas con guirnaldas de luces, y la mesa estaba cubierta con un delicado arreglo floral. El aire estaba impregnado con la fragancia dulce de las rosas, y por un instante, cerré los ojos para absorber su aroma, un aroma que curiosamente me recordaba a los jardines secretos de la abuela.
¿Cuándo hicieron todo esto? ¿Cómo no me di cuenta?
Mi pecho se llenó de una mezcla de asombro y emoción. Era mi noche, mi cumpleaños número dieciocho… y aunque los nervios no desaparecían, algo dentro de mí me decía que nada volvería a ser igual.
—¡Amiga, estás hermosa! —exclamó Adela con una sonrisa radiante.
Al escucharla, no pude evitar sonreír también. Era imposible imaginar mi cumpleaños sin ella. Después de mis padres, Adela era la persona más especial en mi vida, mi roca, mi confidente. Recordaba cuando juntas soñábamos con este día, sentadas en mi ventana.
—Gracias, Adela —respondí con cariño antes de abrazarla y darle un beso en la mejilla.
Ella se alejó con entusiasmo, y entonces tomé conciencia de todas las personas en la habitación. Mi padre y mi madre estaban cerca, conversando con el Alfa y la Luna. Junto a ellos, sus dos hijos, Daniel y Ángel, también estaban presentes. Sus miradas eran diferentes; sentí una punzada de curiosidad mezclada con un ligero temor.
Mi mirada se posó en Daniel. Había algo en su expresión… parecía perturbado, inquieto. Sus ojos verdes estaban oscuros, brillando con intensidad, como si librara una batalla interna. Su mandíbula estaba tensa y sus ojos reflejaban algo que no lograba descifrar. ¿Por qué se veía así?
Antes de que pudiera analizarlo más, sentí otra mirada fija en mí. Giré ligeramente el rostro y me encontré con los ojos de Ángel. Me observaba con asombro, como si viera algo increíble, algo inesperado. Su boca estaba ligeramente entreabierta, y sus ojos azules parecían capturar cada detalle de mi rostro.
Desvié la mirada rápidamente, sintiéndome extrañamente vulnerable bajo su escrutinio. Pero cuando mis ojos volvieron a buscar a Daniel, este volteó los ojos con fastidio al notar que lo observaba, con un gesto cargado de impaciencia, casi de desdén. ¿Acaso hice algo para molestarlo?
—Feliz cumpleaños, preciosa —dijo el Alfa mientras se acercaba con una sonrisa cálida—. Estás muy hermosa. Habían pasado dos años desde la última vez que te vi, y ahora eras toda una mujer.
Sus palabras me hicieron sonrojar. Apenas podía sostener su mirada cuando añadió con un tono más serio:
—Cuídala mucho, Federico, porque podrías perderla en un abrir y cerrar de ojos. Cualquier chico podría enamorarla… y llevársela. —Pronunció con una sombra en los ojos, como si recordara algo o temiera que algo me sucediera.
La tensión en el aire se hizo palpable cuando mi padre, Federico, frunció el ceño de inmediato. Sus manos se apretaron a los costados, y sus ojos se endurecieron. Su voz fue firme, cargada de una autoridad inquebrantable.
—No digas eso —respondió con severidad—. Ella es la niña de mis ojos. Si alguien intenta quitármela… juro que lo mato. —La voz fue como un gruñido bajo y peligroso, que revelaba la profundidad de su amor y protección hacia mí.
—¡Papá! —exclamé con incredulidad, sintiéndome atrapada entre la vergüenza y la desesperación. Por un lado, su sobreprotección me asfixiaba, pero una parte de mí aún anhelaba esa seguridad infantil.
—Federico, no hables así —intervino la Luna con suavidad, mirando a mi padre con paciencia. Su mano se posó brevemente en el brazo de mi padre, con un gesto de calma que contrastaba con la tensión en el aire—. Nuestros hijos no nacieron para pertenecernos. Los criamos para que vuelen… y vuelen alto.
Pero mi padre sacudió la cabeza, inflexible.
—A mi pequeña nadie se la llevará de mi casa —dijo con terquedad, su tono dejaba claro que no pensaba ceder.
Me ardía el rostro de la vergüenza. Sentía las miradas sobre mí, y la intensidad de la conversación solo hacía que mi incomodidad creciera.
—Ya no está pequeña, Federico —dijo la Luna con una sonrisa maternal. Sus ojos se posaron en mí con una calidez que me hizo sentir orgullosa de quien era—. Ahora es toda una mujer.
Sus palabras me golpearon de lleno. Toda mi vida había sido “la niña de papá”, pero ahora, frente a todos, me recordaban que ya no era una niña. Que el tiempo había pasado… y que quizás, esa noche, fuera el inicio de algo que cambiaría mi vida para siempre. Una punzada de excitación, mezclada con el miedo a lo desconocido, floreció en mi interior.
—¿Por qué no volviste a traerla a la manada? —preguntó el Alfa, con una mezcla de reproche y diversión en su tono. La comisura de sus labios se elevó en una sonrisa pícara—. Dos años sin ver a esta preciosura… Eras muy egoísta, no querías compartirla con nadie.